Encontrar respuestas en malos momentos es terapéutico
Desde que somos pequeños establecemos una relación inseparable con las palabras. Nos sirven para contar historias, para intercambiar opiniones, para clasificar objetos, para encontrar respuestas o para darle forma y contenido a nuestro diálogo interior (ese que parece representado en series y películas por un diablo y un ángel).
Seguro que todos recordamos una escena típica, en la que un personaje tiene que decidir entre hace aquello que le apetece o aquello que piensa que es correcto. Entonces, ángel y demonio empiezan a intercambiar argumentos. Sabes que no está bien, la vida está para hacer locuras, que diría determinado ser querido si te viera, etc.
En nuestra mente, aparte de trabajar con el lenguaje de esta manera, también lo hacemos para ordenar historias. Esto es así, porque la realidad muchas veces nos llega en forma de pistas, como si fuéramos detectives y somos nosotros quienes tenemos que completar el rompecabezas.
La historia de Ana
Son las siete y suena el despertador, como todas las mañanas. Lo detiene, se da la vuelta y espera a que suene la alarma programada en cinco minutos. Es la alarma de ir con prisas. Pero, ¿qué es mejor: desayunar tranquilamente o cinco minutos más de descanso?
Piensa en todo lo que tiene que hacer ese día y se tapa la cabeza con la almohada. Mentalmente busca el siguiente rato de paz y no lo encuentra a la hora de la comida. Han pasado los cinco minutos y se levanta como un resorte. Enciende el piloto automático y empieza encadenar una tarea rutinaria tras otra.
Despierta ya en el metro, cuando una terrible explosión hace que vuele por los aires. Son apenas tres segundos y volverá a dormir. Tres días, esta vez la despertará el ruido de una máquina que pita a ritmo constante, reflejando que su corazón aún sigue latiendo.
Después de ese instante, Ana ya no volverá a ser la misma. Dormirá a duras penas y su atención siempre estará activa. Ha aprendido que cualquier momento intrascendente puede volverse trascendente en menos de lo que dura un parpadeo. Es como si la vida, a la que amamos, también guardara sus desastrosos trucos de magia.
Ana no entiende su historia
¿Por qué en el metro que coge todas las mañanas? ¿Por qué ese día no se levantó antes? ¿Por qué ella no murió, como alguno de sus compañeros de vagón? Son preguntas que le asaltan y para las que necesita respuesta.
Son lagunas en su historia que hacen que un mundo seguro se haya vuelto de pronto un lugar lleno de potenciales amenazas disfrazadas, ocultas detrás de los gestos más inocentes. El mundo ha dejado de ser un lugar controlable y predecible. ¿Qué sentido tiene todo si puede desaparecer en un instante?
Ana necesita curarse
Ana no solamente necesita curar sus heridas físicas, sino volver a pisar con seguridad. Una seguridad que no vendrá si no le da respuesta a todas las preguntas que le asaltan, si no es capaz de completar la historia de esa mañana. Necesita hacerlo para saber que los culpables no tendrán la oportunidad de volver a hacerlo y que otros tampoco.
Es curioso, pero muchas veces las supersticiones en este sentido tienen un valor incalculable. Imaginemos que Ana recuerda que ese día se levantó con el pie izquierdo de la cama, ella no es supersticiosa pero en su mente se establece una relación.
Una asociación que es mentira y que carece de lógica alguna pero que para ella es fantástica. Ana entiende que si se levanta con el pie derecho no le volverá a pasar. De esta manera, ha convertido un hecho incontrolable en controlable y eso le calma. Ha encontrado una causa sobre la que puede actuar y -mientras no suponga una disrupción en su vida- esto es sencillamente fantástico.