No quiero que valgas la pena, quiero que valgas el tiempo, las risas, los sueños
Me gusta esa gente que vale algo más que la pena, me refiero a quien vale la alegría y el tiempo compartido, el eco de las risas e incluso las tristezas develadas y aliviadas. Me gusta quien me inspira, quien me susurra en voz baja que la vida es un buen lugar a pesar de todo, porque mientras exista alguien con quien disfrutarla, habrá esperanza.
La verdad es que enfocar nuestro día a día a través del cristal óptico de la positividad es toda una ayuda. Vivimos tiempos complejos que nos arrastran a un profundo cambio de conciencia. Esto es algo que muchos intuimos: es como si los valores como la igualdad social y la sensibilidad por nuestros semejantes, fueran abstracciones vacías y casi obsoletas ante el empuje del dinero y de una superestructura que mueve sus hilos de modo implacable.
“Cualquier cosa que merezca la pena tenerse, merece nuestro empeño y nuestra atención”
-Ray Kroc-
En estos tiempos de colapso cobran más valor que nunca los viejos códigos. Esos basados en la conexión entre las personas, ahí donde recobrar el amor hacia esas cosas más simples, más puras y atómicas que de verdad valen la pena, como son sin duda el amor o la amistad. Porque al fin y al cabo, a través de las cosas más pequeñas es como se generan los mejores cambios, esos que se inician con un leve crujido precediendo al que después ha de ser el gran cambio.
A día de hoy, nadie está para perder el tiempo en lo que hace daño, en lo que apaga nuestras risas o nuestras esperanzas. Queremos personas que nos iluminen, queremos ventanas abiertas y caminos sin barreras. Anhelamos que nos convenzan de que crear un mundo mejor siempre será posible si hay voluntad conjunta.
Las sociedades entristecidas y la búsqueda de la felicidad
La felicidad como derecho constitucional es un aspecto que aparece en varias cartas magnas. En la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776, por ejemplo, Thomas Jefferson, John Adams y Benjamin Franklin redactaron en el preámbulo el derecho de toda persona a buscar y a construir su felicidad. También Japón, Corea del Sur y más recientemente Brasil incluyen este aspecto que, más que una entelequia, es el respeto más digno al que puede aspirar el ser humano.
“La felicidad no se alcanza con grandes golpes de suerte, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días”
-Benjamin Franklin-
También Sócrates recordaba a sus alumnos que el fin último de toda persona es ser feliz. Para lograrlo, según el sabio de Atenas, debíamos “invertir” en virtud, en dar ejemplo los unos a los otros. El Budismo, por su parte, nos habla del equilibrio mental y de ese desapego a los bienes materiales. Todos estos pilares, por irónico que parezca, se alejan en mucho a nuestras sociedades occidentales, orientadas siempre a elevar las tasas del PIB, descuidando por completo a una población que no sabe ser feliz, y si conoce la receta, le es imposible hacerla realidad.
Hemos dado paso a un mundo que para muchos no vale la alegría, vale la pena más profunda. De hecho, el Informe Mundial de la Felicidad que se redacta cada año da constancia de algo que debe invitarnos a la reflexión: los países más avanzados en tecnología y con un mayor PIB no son los más felices. En cambio, aquellas culturas muy centradas en las relaciones de familia o de amistad, son las que adquieren un nivel de bienestar emocional más digno, más pleno y satisfactorio.
Crear un mundo que valga la esperanza, no la pena
Crear un mundo que valga la esperanza y no la pena no es tarea de un día. Es una labor meticulosa que requiere, por encima de todo, un cambio de conciencia desde las esferas más pequeñas. Desde nosotros mismos. Sabemos que los estados no ven la felicidad como un objetivo primordial, que la atención de las emociones y la calidad del bienestar de los individuos, ha sido desplazado por el “bienestar” de las cifras y de esos números que guían nuestros ciclos de bonanza y de crisis.
“Cuando compartimos, logramos ampliar nuestra capacidad de ser felices”
-Proverbio Tibetano-
Por tanto, es primordial que empecemos a abrir esas ventanas internas que el óxido de un entorno, a veces poco facilitador, ha ido corroyendo con el tiempo. Es momento de atender nuestro universo interno para conseguir que este mundo valga la alegría, las risas… la vida.
Claves para para el cambio
Puede parecer una obviedad, pero algo tan sencillo como dar más importancia a la felicidad y al equilibrio interior puede ser la mejor clave para el cambio. Aplicar en nuestro día a día un filtro con esta “marca de fábrica” puede ayudarnos a:
- Rodéate de personas que te aporten bienestar, que te incentiven, que te permitan ser tú en cada instante. Al otro lado de este filtro quedarán las que te aportan preocupaciones, borrascas y tempestades.
- Felicidad es por encima de todo, ausencia de miedo. Tal vez sea el momento de racionalizar nuestros temores, de sacarlos a la luz y transformarlos. En un extremo de ese filtro invisible antes citado. deben quedar también los miedos paralizantes que nos encierran en nuestra área de confort.
- Es momento también de profundizar en el significado de “crisis”. Para los griegos, crisis (κρίσις) no era más que un momento sujeto a evolución. Experimentamos la incertidumbre, pero a su vez, es también un periodo de valiosas oportunidades donde el ser humano siempre ha sido capaz de ofrecer lo mejor de él mediante la resiliencia y creatividad. Son momentos vitales donde no caben las rendiciones.
Según Sonja Lyubomirsky, más conocida como la científica de las emociones positivas, cerca del 50% de nuestra felicidad está bajo nuestro control. El otro 50% depende de los acontecimientos que nos rodeen e incluso de ciertos factores biológicos. Es una probabilidad aceptable. Es un punto de partida maravilloso desde el que conseguir que nuestro día a día valga la alegría, nuestros sueños y nuestro bienestar.
Imágenes cortesía Rafal Oblinski