Vengar el odio con una sonrisa no es hipocresía, es elegancia
Sabio es aquel capaz de dibujar una sonrisa para vengar el odio. Hacerlo no es de hipócritas ni aún menos de cobardes, sino de elegancia, de la mente que sabe y entiende que hay batallas que no merece la pena librar. Porque sembrar el corazón con la semilla del odio supone arrancar las raíces de la inteligencia.
Algo de lo que todos acabamos tomando conciencia en algún momento es que en nuestra realidad abundan dos clases de personas. Las identificamos por su modo de relacionarse con lo que les rodea. Por un lado, están aquellas que sienten que el universo entero está en deuda con ellas: son las que almacenan un rencor tras otro. En lado opuesto, están las que asumen lo que hay y reaccionan con la serenidad de quien sigue su propio rumbo, sin pesos, sin hostilidades.
“El odio es la muerte del pensamiento”
-Tomas Abraham-
Hay un viejo dicho budista que nos recuerda algo tan ilustrativo como que “el odio es como una piedra ardiente”. Quien la lleva, lo único que desea es lanzarla a los demás a la mínima oportunidad, pero lo que consigue es quemarse él mismo. A día de hoy, y debido a la profunda crisis que estamos viviendo en la mayoría de estructuras, se está exacerbando muchos de esas pulsiones que de algún modo u otro, hace que aflore lo peor del ser humano.
Hablamos, por ejemplo, del ascenso de los partidos de línea xenófoga en muchos estados de la Unión Europea que ven al inmigrante, como al enemigo. Alemania lo está experimentando aún más tras que abriera la puerta a los refugiados. El Reino Unido, también busca proteger su identidad y sus intereses con el Brexit.
No obstante, sabemos que esto no es nuevo. Te proponemos reflexionar sobre el tema.
El odio: un mecanismo primitivo y pasional
Puede que nos sorprenda este dato, pero nuestro cerebro prioriza en primer lugar la desconfianza a la empatía. Es un mecanismo de defensa mediante el cual, nuestros antepasados ejercían ese filtro de percepción donde estar prevenidos ante lo diferente, porque todo lo que era distinto al grupo suponía muchas veces una amenaza.
Sabemos que los tiempos han cambiado, que nuestras realidades son otras. Sin embargo, nuestro cerebro sigue dominado por estos instintos sutiles que a instantes afloran en su vertiente más primitiva. Henri Tajfel, el conocido psicólogo social británico, famoso por sus trabajos sobre los prejuicios, los odios y las identidades, nos lo dejó claro a través de sus estudios: el ser humano, como especie, siempre se verá a sí mismo como a un adversario.
El odio es seductor para muchas personas porque les sirve como mecanismo para reafirmarse (tú piensas diferente a mí, por tanto eres mi enemigo. Reafirmarme como lo opuesto a ti, despreciándote, me otorga poder). Esta resolución primitiva e incomprensible para muchos, se gesta a nivel neurológico de un modo muy concreto a la vez que sorprendente.
Estamos seguros de que muchas veces habrás oído aquello de que “entre el amor y el odio hay una línea muy delgada”. Es cierto. Investigadores del Laboratorio de Neurobiología del University College de Londres nos revelaron, gracias a un estudio, que la pasión y el odio comparten las mismas áreas neuronales. Concretamente el putamen y la ínsula cerebral.
Ello explica sin duda ciertos comportamientos irracionales que, en el fondo, definen tanto al ser humano.
Apagar el fuego del corazón: un acto de fe
Todos hemos sentido odio alguna vez hacia algo o alguien. Aún más, es posible incluso este sentimiento esté más que justificado: alguien nos ha hecho daño intencionadamente a nosotros o una persona cercana. Sin embargo, hemos de tenerlo claro: por muy justificada que esté dicha emoción, lo que no es recomendable es alimentarla, dejar que se acomode en nuestra vida como quien le abre la puerta a un extraño para que se apropie de su hogar.
“Una persona resentida se intoxica a sí misma”
-Maz Scheler, filósofo-
Todos hemos leído y escuchado hasta la saciedad aquello de que el odio nos esclaviza, que nos hace cautivos de la amargura y al resentimiento. Sin embargo ¿cómo lo hacemos? ¿hay que perdonar? ¿cómo se ejecuta ese paso que va del odio a la indiferencia?
Vale la pena visualizar por un momento qué es el odio. Esa emoción se gesta justo en el centro de nuestro cerebro, en las estructuras antes señaladas, el putamen y la ínsula. Su nivel de activación es intensa y devastadora, como una llamarada. Esta emoción incendiaria destruye nuestra capacidad de actuar con dignidad y madurez.
Lo consigue al nublar las áreas racionales de nuestro cerebro, ahí donde se halla la empatía y la capacidad de reflexionar con equilibrio. Se eleva además la presión sanguínea y se propician a la vez múltiples cambios fisiológicos que solo tienen un propósito: responder a la amenaza. Vivir de este modo supone no solo perder la salud: dejamos ir además nuestra excelencia como seres humanos.
Apagar ese fuego implica en primer lugar dar un salto de fe. Debemos decirnos a nosotros mismos que vamos a volver a confiar. No en quien nos hizo daño, sino en nosotros mismos y en el pleno convencimiento de que merecemos ser felices de nuevo.
Dejemos por tanto las venganzas a un lado y sonriamos con el orgullo de quien sabe muy bien lo que quiere, lo que vale y lo que no merece la pena.
Imágenes cortesía de Isabelle Arsenault