¿Cómo recuperar a tu niño interior?
Jugar resulta crucial para nuestro desarrollo cuando somos niños, pues nos permite aprender, comprender las normas sociales, estimular la inteligencia, reducir las emociones negativas y crecer sanamente. No obstante, no es el juego estructurado el que resulta más esencial sino que la clave está en que jugando inventemos, imaginemos y seamos traviesos.
Teniendo en cuenta que el juego fomenta nuestro desarrollo y nuestras aptitudes, es importante mantener con vida nuestra capacidad de jugar. Además, jugar en sí es un aliciente, es sinónimo de diversión y, como diversión, de placer.
Entonces, si jugar es tan beneficioso ¿Por qué la ilusión e inocencia de nuestro niño interior se difumina? ¿Cómo podemos conseguir que la vida siga sorprendiéndonos? ¿Cómo podemos lograr desaprender que debemos ser serios por ser adultos?
¿Cómo podemos incorporar el juego a la vida de un adulto?
Stuart Brown, psiquiatra y fundador del Instituto Nacional del juego en el Valle del Carmel (California) sugiere que lo hagamos de tres maneras sencillas:
1. Juego corporal: participa en cualquier actividad de movimiento activo que no incluya presiones de tiempo o expectativas de resultados (no es lo mismo que jugar a algo para adelgazar)
2. Juego con objetos: usa las manos para crear algo que te divierta, haz manualidades, recicla, imagina, sé creativo.
3. Juego social: queda con otras personas para realizar actividades sociales sin un propósito aparente. Charla, juega a juegos de mesa, haz competiciones verbales…
Si a pesar de estos consejos no consigues incorporar el juego a tu vida diaria, puedes recurrir a recordar las preferencias que tenías cuando eras niño.
Así, tal y como comenta Brown, “encuentra los verdaderos nortes de tu infancia e intenta trasladar dichos recuerdos a actividades que encajen con las circunstancias actuales”. Además, compartir tu tiempo con niños también puede ayudar a refrescar tu memoria.
De todas formas, no importa tanto el cómo se juega sino el hecho de que se juegue. No te olvides de planear el tiempo que le vas a dedicar al día. Si crees que no puedes sacar unos minutos diariamente recuerda que, como nos aconseja Burghardt, la felicidad y la energía renovada que se experimenta al jugar compensará con creces el tiempo “perdido”. El trabajo acaba realizándose antes o después pero, si no juegas, acabarás trabajando menos.
Lo cierto es que los beneficios del juego en la edad adulta son muy similares a las ventajas del juego en la infancia. Jugar nos ayuda a:
1. Recuperar la fe en el mundo. Sí, el grado de desencanto puede ser tal que nos sintamos frustrados con nuestra vida simplemente porque consideramos que es muy monótona.
Además, mediante el juego no es necesario atribuir intenciones a los demás, algo que constantemente hacemos y que ocasiona que nos quememos con nuestras relaciones.
2. Recuperar nuestra capacidad de sorprendernos a contemplar la vida desde diferentes perspectivas. Desconectar de la rutina y de los patrones marcados por la sociedad contribuye a nuestra claridad mental, lo que fomenta una resolución de problemas más eficaz.
3. Reducir el nivel de estrés, estimular nuestra inteligencia y potenciar nuestras habilidades sociales.
4. Dar rienda suelta a nuestras experiencias e ilusionarnos. La pasión por el juego es una de las características de un niño feliz. Recuperar esa pasión implica volver a sentirnos dentro de esa burbuja que tanto anhelamos y que tanta falta nos hace en ocasiones.
5. Mantenernos jóvenes y saludables recuperando la vitalidad, generando optimismo y desarrollando nuestra empatía, buscando nuevas sensaciones, generando nuevos placeres y recuperando los antiguos.
Así, del mismo modo que no se nos ocurre limitar la felicidad sin restricciones que el juego produce en los niños, no deberíamos hacerlo en los adultos. Quizás la clave está en desaprender que jugar es opuesto a trabajar o mantener responsabilidades.
Jugar no es sino un complemento en nuestra vida y es importante no perder esa capacidad puesto que la curiosidad, la imaginación y la creatividad son como los músculos: si no se usan, se pierden.
Imagen cortesía de Jonas Jensen