Entre discutir y ser feliz, prefiero ser feliz
Discutir de manera frecuente absorbe nuestras energías, nos deja sin fuerzas, sin ganas y sin ilusión. Los enfados nos ahogan hasta tal punto que acaban por cobrarse la vida de nuestro bienestar afectivo.
Cuando las peleas se hacen habituales y no conseguimos salir de la espiral en la que nos hemos metido, sufrimos. Y mucho. Por eso, hay momentos en los que necesitamos, literalmente, huir.
Puede que queramos mucho a las personas que nos rodean, pero cuando las discusiones se convierten en un estilo de vida, nos convertimos en una especie de “ogro emocional” y solo sabemos refunfuñar y desquiciarnos.
La importancia de discutir en su justa medida
No se trata de no discutir nunca, sino de saber elegir las razones por las que vale la pena hacerlo y las razones por las que no. En este sentido, discutir tiene que servir para comprendernos, validarnos y respetarnos; nunca para atormentarnos de manera constante.
Lo que ocurre es que cuando estamos tan dominados por la irritabilidad, no conseguimos responder a la lógica. Por eso, es importante que aprendamos a tolerar la frustración de que alguien no piense lo mismo que nosotros y, por lo tanto, de que se genere un conflicto.
Así, hay que saber por lo que debemos discutir y por lo que no. O sea, evitar hacerlo no es nunca signo de inferioridad, de rendición o de cobardía. Saber discutir e incluso enfadarnos en su justa medida es saber manejar nuestras emociones, es decir, poseer inteligencia emocional.
“Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”
-Aristóteles-
La guerra fría como resultado de los enfados frecuentes
Cuando ignoramos a alguien a propósito y con propósito se dice que estamos aplicando la ley del hielo. Esto es algo así como golpear a alguien con el cruel látigo de nuestra indiferencia sin ofrecer ningún tipo de explicación ni deferencia.
Como es obvio, esto nunca resulta adecuado, por muy tóxica que sea la persona a la que se lo aplicamos. De hecho, digamos que es la forma más cruel de castigar a alguien.
Sea porque queremos acabar con una espiral de enfados o de conflictos que están mermándonos, o sea porque no sabemos qué hacer para librarnos de alguien, la ley del hielo es una verdadera tortura (y por lo tanto un comportamiento intolerable).
La ley del hielo es una forma de abuso emocional realmente destructiva para las personas y para las relaciones. Esto es así porque si hay algo para lo que no estamos preparados es afrontar la indiferencia. Así, como no debemos permitirnos hacer daño a nadie deliberadamente, tenemos que evitar aplicarla.
Discutir sin parar nos resta energía para vivir
Cuando las discusiones frecuentes llevan a enfados, acabamos por enfadarnos con nosotros mismos. Nos frustramos por la impotencia de nunca estar de acuerdo y no podernos entender, nos enfadamos por no conseguir disfrutar del otro.
Poco a poco dejamos de sentirnos bien y cada vez nos sentimos más confundidos ante nuestra falta de ganas por reconciliarnos o, incluso, de hablar. Esto es natural, pues al fin y al cabo nos hemos enemistado con la posibilidad de manifestar nuestras opiniones y sentimientos.
De alguna manera, cada enfado que sumamos supone un nuevo castigo a nuestra identidad y nuestra aprobación interna. Por eso, tenemos que buscar la manera de romper con la costumbre de discutir por sinsentidos, romper con todo y empezar a preocuparnos por lo que de verdad importa: vivir y apreciar lo bueno de los que tenemos a nuestro alrededor.