La ética de Kant: el imperativo categórico
La historia de la filosofía es la historia de las revoluciones: en cuanto al conocimiento, la moral, la política, la economía… En ella, encontramos figuras admiradas y odiadas a partes iguales. Una de las principales es la del Immanuel Kant. De hecho, ¿quién no conoce el nombre del filósofo de Königsberg?
De él se cuentan muchas anécdotas, como la de que era tan ordenado en sus costumbres que las amas de casa del lugar ponían en hora sus relojes utilizando como referencia su paseo de las cinco. Los biógrafos también destacan su falta de ambición a nivel personal o el amor por el lugar que le vio nacer y morir, al igual que su interés por cultivar aquellas relaciones que para él supusieran un estímulo intelectual.
Así, hablamos de un amante de la física, las matemáticas y la ciencia en general. Enamorado de la geografía, austero en sus costumbres. Profesor con gran carisma: fueron muchos los alumnos que se trasladaron hasta Königsberg para asistir a sus lecciones, donde rara vez quedaba un asiento libre. Amó el conocimiento y supo ser semilla, a la vez, de ese amor en sus estudiantes.
Se educó en un ambiente religioso y perdió a su madre siendo muy joven. A pesar de ello, tuvo tiempo de enseñarle a mirar y nombrar las estrellas: un recuerdo al que Kant acudiría con cariño en su Crítica de la razón práctica. La educación que recibió fue lastrada por una religiosidad muy marcada, el autoritarismo, el dogmatismo o la opresión que eran noma general en el entorno social, y por extensión, en la formación.
“Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia”.
-Kant-
La revolución de Kant
En el libro, Kant. El giro copernicano en la filosofía, su autor, Joan Solé, se refiere a la relación de Kant y Hume tomando como analogía la película de El Chico, de Charles Chaplin. En la película, un niño se encarga de tirar cristales a diferentes ventanas para que después pase un cristalero compinchado a ofrecer sus servicios.
Pues bien, Hume sería el niño, destruyendo buena parte de la teoría del conocimiento establecida hasta ese momento, asentada sobre todo en el pensamiento de Descartes. Kant sería el cristalero, “Kant se encontró con el cristal hecho añicos y se ofreció a repararlo, colocando en su lugar un cristal esmerilado […] ” para que los filósofos fueran conscientes de que veían el mundo a través de un cristal traslúcido. Así, la revolución planteada por Kant en cuanto al conocimiento fue poner de relieve una idea sobre la que la psicología basa muchas de sus intervenciones actuales en diferentes ámbitos: “nuestras ideas distan de ser una fiel imagen del mundo“.
Para Kant, quizás la filosofía habría sido capaz de salir de la caverna de Platón. Sin embargo, siguiendo a Hume, eso no significaba que realmente contáramos con las herramientas suficientes para acceder al mundo tal y como es (noúmeno).
A cambio, supera el relativismo al que nos precipitan los empiristas, “Kant conserva la impresión de las percepciones sensibles registrada por la intuición, pero la incluye en unas formas y unos esquemas que no son dados por la sensibilidad, sino puestos por el sujeto“.
El imperativo categórico: el asiento de la ética de Kant
Kan entiende la ética como una expresión de la racionalidad humana. Si el lector curioso quiere acudir a su exposición original, puede encontrarla en Crítica de la razón práctica y Fundamentación de la metafísica de las costumbres –obras para digerir con mucha más calma que este artículo, aunque no son quizás, de todas las obras del filósofo, las que más ponen a prueba nuestra comprensión lectora–. Por otro lado, el imperativo categórico representa la mayoría de edad de la ética, igual que la Ilustración lo pudo ser para el conocimiento.
La ética de Kant es tan potente porque trasciende de circunstancias, individualidades o condicionales. Tampoco es una ética que agote la libertad de la persona; más bien es garante, porque adquiere sentido precisamente en el seno de esta libertad. Finalmente, destaca por ser un fin en sí misma, no está supeditada a la felicidad, al amor o al placer. No es un medio para sentirnos mejor con nosotros mismos, un colchón biscoelástico para nuestra autoestima.
Seguir la ética de Kant -formal y universal- requiere un esfuerzo. No es algo que nos salga de manera natural. Por eso, nuestro compromiso con ella es el deber, la obligación, el imperativo.
“Obra solo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal“. Dicho de otra manera, tu forma de aprobar será aprobada por la ética de Kant cuando esta satisfaga el deseo de que todo el mundo actuase del mismo modo. Este es el giro copernicano de Kant: la ética no existe como producto de la libertad, la inmoralidad o la existencia de Dios, sino que fundamenta la existencia del resto de elementos.
Así, si levantamos la mirada al mundo, nos daremos cuenta de que la ética de Kant está muy lejos de imperar. El poder, o la aspiración de poder, el miedo a la incertidumbre, la necesidad de seguridad parecen ser motivaciones mucho más poderosas que la de obrar con la intención honesta de que esa forma de actuar sea universal.
Damos la bienvenida a los visitantes, si traen dinero para gastar; firmamos la paz cuando nos sale más cara que la guerra; apostamos por la verdad si nos da más rédito que la mentira. Quizás Kan muriera hace doscientos años, pero es probable que todavía no hayamos empezado a entender su mensaje.