Madurez es lo que alcanzo cuando ya no tengo la necesidad de culpar a nada ni a nadie de lo que me sucede
¿Recuerdas cuando eras niño? La infancia es una época maravillosa y es, por ello, que a menudo volvemos la vista atrás con nostalgia. Es el período en que estamos descubriendo el mundo y, a la vez, sentimos la seguridad que nos proporciona el cuidado de los adultos. No gozábamos de la madurez suficiente para ser responsables de nosotros mismos.
En la infancia y la primera juventud son nuestros padres o cuidadores quienes se encargan de protegernos, de suplir nuestras necesidades. Y, no menos importante, de tomar las decisiones por nosotros. Es por eso que crecer es una experiencia agridulce. Lo cierto es que perdemos en comodidad y seguridad, pero ganamos algo infinitamente valioso: libertad.
Con el paso de los años, progresivamente tomamos las riendas de nuestra propia vida. Lo más inmediato es que trabajamos para hacernos cargo de nuestras necesidades básicas, pero hay otros aspectos de los que también tenemos que aprender a responsabilizarnos: nuestros lazos afectivos, por ejemplo, o nuestra salud mental. Esto es madurez.
“No hay problema tan malo que un poco de culpa no pueda empeorar”
-Bill Watterson-
Es la forma en que manejamos esta responsabilidad donde radica la diferencia entre crecer y madurar. El tiempo pasa inexorablemente y todos crecemos, pero la forma en que nos responsabilizamos de nuestras emociones es lo que determinará que podamos decir que, además de crecer, maduramos.
Madurez es aprender buscar soluciones antes que culpables
Tomar decisiones implica experimentar emociones relacionadas con el miedo a equivocarnos y la incertidumbre. Tanto es así que a veces nos bloqueamos y nos cuesta elegir un camino u otro.
Pero lo cierto es que todos vamos a equivocarnos, porque cometer errores es parte del proceso de aprendizaje. ¿Recuerdas cuando estabas aprendiendo a sumar en el colegio? Al principio, hacer las cuentas era muy complicado y cometíamos muchos fallos, pero, con la práctica, sumar se convierte una habilidad básica.
Asumir que nos hemos equivocado conlleva un complejo proceso de reflexión y análisis de los hechos, y es por ello que a veces es más fácil buscar razones externas que justifiquen nuestros errores. Aquí es donde entra en juego la culpa. A menudo, cuando encontramos obstáculos o tenemos un problema, nuestra mente se afana en buscar culpables.
Tanto es así que, en ocasiones, incluso cuando tropezamos con un objeto inanimado, le echamos la culpa de estar por en medio. ¿Nunca te ha pasado? Vas andando distraído por el pasillo y chocas contra un juguete que no debería estar ahí, haciéndote daño justo en esa parte tan dolorosa de la punta de los pies. Sin pensarlo, te escuchas a ti mismo criticando al “maldito juguete”.
Es natural, la frustración busca culpables
Pero ¿qué pasa cuando el obstáculo con que nos encontramos es algo más importante que un juguete en medio del pasillo? Puede que suspendas repetidamente un examen para el que creas estar preparado o que no te hayan renovado el contrato en el trabajo. Que tengas problemas para hablar con tu pareja o que tu padre se cabree contigo cuando expresas tu opinión.
Si no reflexionamos, si nos dejamos llevar por las emociones, la culpa es algo que aparece con luces de neón en nuestra mente. Puede que echemos la culpa a los demás, a la circunstancias e incluso a nosotros mismos. Pero, párate a pensar: ¿en qué nos ayuda la culpa?
La culpa evita que seamos felices
Cuando culpamos a otros o a nosotros mismos por lo que nos sucede, estamos centrándonos en emociones y actitudes negativas: nos invade la ira o la frustración, sentimos tristeza o rencor, pero no avanzamos. En resumen, somos más infelices.
Sin embargo, si atravesamos esas emociones negativas y llegamos al otro lado, nos daremos cuenta de que más allá de quiénes o qué sean los culpables, existe algo mucho más útil: emprender una acción que nos ayude a cambiar la situación. Si buscamos soluciones, estaremos mandándonos a nosotros mismos el mensaje de que, sea lo que sea lo que ha fallado, podemos tratar de arreglarlo y vamos a trabajar en ello.
“Procuremos más ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”
-Miguel de Unamuno-
Seguro que recuerdas alguna situación parecida a ésta: te ha ocurrido algo injusto, por ejemplo, has suspendido un examen que creías que te había salido bien. Te sientes mal repasando en tu mente la situación, te quejas del profesor o de ti mismo. Buscas culpables. No gozas de madurez.
Estás estancado pensando en lo que pasó, que pertenece al pasado, y el pasado no se puede modificar. La culpa nos bloquea. Pero si cambias el chip y decides hacer algo al respecto: quizás concertar una revisión, quizás ponerte a estudiar los temas en que pudiste haber fallado, quizás pedir ayuda, las emociones cambian. La frustración se convierte en motivación. Madurar es aprender a pasar del primer estado al segundo.
Así que, la próxima vez que algo te salga mal y te encuentres buscando culpables, piensa que lo mejor que puedes hacer por ti es tratar de pasar página. Las emociones negativas son inevitables, pero si buscamos soluciones en vez de cabezas de turco, en algún momento nos daremos cuenta de que las hemos dejado atrás y estamos avanzando hacia nuestros objetivos. La madurez consiste en esto. ¿Por qué no trabajamos para alcanzarla?