¿Qué es la neuroética?
La neuroética tiene dos acepciones. Entre 1973 y 2002 se definió como ‘un campo del conocimiento que examinaba la ética en las neurociencias’. A partir del año 2002, se aborda como una neurociencia de la ética. Este último concepto es el que predomina en la actualidad y busca fundamentar la ética no desde la filosofía, sino desde la neurobiología.
La primera persona en hablar de neuroética fue la neuropsiquiatra alemana Anneliese Alma Pontius. Sin embargo, muchos piensan que esta rama del saber adquirió identidad propia con la publicación de un texto titulado Neurofilosofía. Hacia una ciencia unificada de la mente/cerebro, de Patricia S. Churchland, en 1986.
“En mi opinión, la neuroética debe definirse como el análisis de cómo queremos abordar los aspectos sociales de la enfermedad, la normalidad, la mortalidad, el modo de vida y la filosofía de la vida, desde nuestra comprensión de los mecanismos cerebrales subyacentes”.
-Michael Gazzaniga-
De otro lado, el 17 de julio de 1990 el Congreso de los Estados Unidos tomó la decisión de impulsar las investigaciones en neurociencia, con la proclamación del Proyecto “Década del cerebro”. Esto incrementó la realización de estudios y la producción de textos asociados al tema.
La neuroética: orígenes
Los avances en las neurociencias comenzaron a originar interrogantes que antes no existían. ¿Qué hacer con los pacientes en estado vegetativo? ¿Cómo abordar el tema de la muerte cerebral? Estas y otras preguntas dieron lugar a grandes debates de bioética, que luego se convirtieron en materia de estudio de la neuroética.
Al comienzo, las investigaciones en neurociencias abordaron sobre todo las patologías cerebrales y los posibles tratamientos para estas. Sin embargo, con el tiempo comenzó a configurarse una nueva realidad: la evidencia mostraba cada vez más que el cerebro no solo debía verse como un órgano del cuerpo, sino como la base fundamental de la actividad humana.
Hacia 2002 esto era evidente y quedó patentado en un artículo breve de Adina L. Roskies. En este planteaba que era hora de hablar no de una ética de la neurociencia, sino de una neurociencia de la ética. Esto se basaba en hallazgos como, por ejemplo, el hecho de que una anomalía en la región encefálica podía alterar el juicio moral de una persona. O que una excesiva producción de ciertas sustancias modifica la conducta.
En forma paralela, los avances de la neurociencia han hecho posible monitorear el cerebro humano de una forma como no se había logrado nunca antes. No es exagerado decir que hoy por hoy se puede saber qué piensa una persona, mediante neuroimágenes. De hecho, también se puede cambiar lo que esa persona piensa con algunas técnicas disponibles. Por lo tanto, la vieja acepción de la neuroética también se mantiene vigente.
La neurociencia de la ética
A medida que se ha ido comprendiendo el cerebro, también se han incrementado las investigaciones en torno a su relación con las conductas éticas. En este punto es crucial el nombre de Joshua D. Greene. Este investigador hizo un estudio en el que retomó el viejo “dilema del tranvía” y, por primera vez, lo analizó a partir de neuroimágenes.
El dilema del tranvía dice que Paco conduce un tranvía que ha perdido el control. En la vía hay cinco excursionistas atascados, de modo que si el vehículo sigue su trayecto los arrollará. Si Paco activa una palanca, el tranvía se desviará, pero esta vez atropellará a un excursionista que también está en la vía. ¿Qué debe hacer? ¿No intervenir y dejar que el tranvía siga su curso, o intervenir y ser el causante directo de la muerte de una persona, por salvar a las otras cinco?
Otra variante de este dilema ubica a Paco encima de un puente peatonal. A su lado hay un hombre grande y obeso, bastante mayor. Paco observa al tranvía sin control y piensa que si arroja al sujeto que está a su lado sobre la vía, esto detendrá el vehículo. De este modo, salvará a los cinco excursionistas que están en una rama y al excursionista que está en la otra.
Cerebro y ética
Durante muchos años se han hecho estudios de psicología social evaluando lo que las diferentes personas harían en esas situaciones. Greene también le propuso el dilema a un grupo de voluntarios, pero esta vez no tomó en cuenta sus respuestas, sino que monitoreó lo que sucedía en sus cerebros.
Greene definió que la primera situación era un “dilema impersonal”: Paco debe interactuar con una palanca. La segunda, era un “dilema personal”, es decir, Paco debe realizar una acción dirigida a otro ser humano. Encontró que en los dilemas impersonales se activa la corteza prefrontal del encéfalo. En los personales, las áreas subcorticales, como la amígdala.
Sus observaciones le permitieron concluir que la mayoría de las personas tienen una “moral intuicionista”, antes que racionalista. En otros términos, emplean más las emociones para decidir (amígdala) que la razón para evaluar la situación (corteza cerebral). Este estudio marcó un hito y desde entonces se han hecho cientos de investigaciones del mismo estilo.
Como se ve, la neuroética es un área fascinante que apenas está comenzando a rendir sus frutos. Todos estos hallazgos también han incidido en los enfoques filosóficos y psicológicos de la conducta humana. De seguro, esta rama del saber seguirá sorprendiéndonos en los próximos años.
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- Álvarez-Díaz, J. A. (2013). Neuroética como neurociencia de la ética. Rev Neurol, 57(8), 374-82.