¿Qué hace que un progenitor pueda llegar a matar a sus hijos?
Por desgracia, varias veces al año aparecen en los medios de comunicación noticias de conductas que nos estremecen. Entonces es casi inevitable que nuestros amigos o familiares nos pregunten por qué. ¿Qué puede pasar por la cabeza de alguien para llegar a matar a sus hijos? Dime tú, que eres psicólogo.
Con frecuencia, bajamos la mirada. A nivel personal, recuerdo una anécdota que puede servir, quizás, para ejemplificar un fenómeno que puede repetirse.
Tenía quince años y una profesora nos mandó una redacción sobre la violencia de género. La mayoría de mis compañeros hicieron un pequeño relato; sin embargo, a mí me parecía más interesante buscar razones. Pues bien, mi iniciativa se ganó un serio correctivo; al leerla, pensó que estaba justificando ese tipo de violencia hablando de precedentes que pudieran actuar como detonantes de la agresión más allá de una inclinación interna a causar el mal a otros.
El desafío de entender por qué un progenitor puede llegar a matar a sus hijos
No es sencillo admitir que un progenitor, que es capaz de terminar con la vida de sus hijos, también tiene dos orejas, una nariz, dos brazos, miedos e ilusiones como nosotros. Buscamos la diferencia en lo permanente, en lo estático, porque la semejanza nos aterra cuando lo que queremos es distanciarnos.
Poder decir, yo no soy -del verbo ser- así. Es triste, pero el análisis no es tan sencillo. De hecho, en diferentes experimentos, como el de Milgran, vemos que, bajo determinadas circunstancias, la mayoría de nosotros podemos llegar a traspasar límites impensables en un principio.
¿Eso quiere decir que todos, bajo unas circunstancias concretas, seríamos capaces de matar a nuestros hijos? No, no estoy diciendo eso. Lo que quiero expresar es que, por norma, podemos llegar a ser mucho más crueles de lo que, sentados en el sofá, pensamos.
Que es muy probable que esos progenitores que terminaron atentando contra la vida de sus hijos también se hubieran declarado incapaces en un pasado no muy lejano… Si no por empatía, sí por no generar disonancia con su autoconcepto o por deseabilidad social interna.
Por otro lado, las ganas de saber, pero al mismo tiempo el rechazo a entender, tienen mucho que ver con cómo trabaja nuestra empatía. Por ejemplo, en nuestro día a día, cuando sentimos que una persona se siente triste, intentamos averiguar la causa y en muchos casos terminamos empatizando con ella. Lo mismo sucede con el enfado.
En el caso de los progenitores que pueden matar a sus hijos, nos queremos alejar lo máximo posible de esta posibilidad. De hecho, este sea quizás el origen histórico del mal, la necesidad de trazar una línea con aquello que no queremos, ni por asomo, empatizar. Porque, con quien estamos, es con las víctimas.
Más todavía sin son niños. Pequeños que en nuestro árbol semántico están muy cercanos a términos como: indefensión, inocencia o dependencia. Así, el que termina con su vida se sitúa al lado de la crueldad, la maldad o la locura.
Por otro parte, no olvidemos la vertiente emocional, esa que nos encoge el corazón y despierta un patrón de rechazo profundo a quien es capaz de saltarse eso que pensamos que son leyes naturales, entre las que entra, por encima de cualquier otra, el respeto a la vida y la protección de la infancia.
Este baño de realidad es necesario si queremos hacer una buena labor de prevención. El parricida por norma rechaza y condena a otros parricidas, por norma se pone en el lado de la víctima y no del agresor, por norma es capaz de entender, e incluso defender, que la violencia no es un camino válido para conseguir un fin -salvo, quizás, la defensa de la propia vida o la de otros-.
El factor biológico
Si sientes la necesidad de cerrar esta pestaña del navegador, es normal; no es sencillo caminar a esta distancia de la superficie. Admitir, por ejemplo, que un tumor en el sistema límbico puede ser el origen de este tipo de hechos vuelve a colocar variables fuera de nuestro control en una cadena de hechos en la que nunca querríamos participar.
Es conocido el caso de Charles Whitman, el francotirador de la torre de Texas quien, en 1966, después de asesinar a su mujer y a su madre, abrió fuego contra civiles desde lo alto de uno de los edificios de la Universidad de Texas. Un año anterior, había acudido a consulta por fuertes dolores de cabeza. En su nota de suicidio él mismo pidió que se le realizara una autopsia. Efectivamente, se encontró que tenía un tumor que ejercía presión sobre su amígdala.
Otro factor que puede hacer de caldo de cultivo son las experiencias que hemos vivido en esos momentos críticos en los que estábamos aprendiendo a pasos agigantados a relacionarnos con los demás. Qué hemos visto en casa, cómo se han posicionado nuestras personas de referencia respecto a la violencia, para qué la han usado, cómo la han justificado, qué hicieron cuando el pequeño comenzó a mostrarse violento, cuál fue la respuesta ante las primeras manifestaciones de crueldad.
Empatía y autorregulación emocional
La mayoría de nosotros contamos con un sistema preparado para la autorregulación emocional, con una parte prefrontal evolucionada que es capaz de imponer su criterio sobre el rencor y la sed de venganza que activan estructuras más primitivas del cerebro (una necesidad de venganza que puede tener como diana al otro progenitor, por haber roto la pareja, a otro miembro de la pareja, por haber actuado en su contra, o contra el propio hijo, por no cumplir sus expectativas).
Sin embargo, no es menos cierto que son necesarias o recomendables ciertas experiencias para que ese sistema se desarrolle. ¿Cómo aprendemos a reaccionar ante la frustración? ¿Dónde buscamos las causas de que no se hayan cumplido nuestras expectativas?
En muchos otros casos, lo que encontramos es una ausencia total de empatía. Una fuerza superior que detenga sus ganas, por ejemplo, de hacer daño al otro progenitor, terminando con la vida de los hijos compartidos.
Su discurso también es que ellos han sido atacados, y que el parricidio es también una forma de defensa. En este caso, existe una desconexión emocional tal que los niños y sus vidas pasan a ser solo un instrumento para revelarse contra el agente, el otro progenitor, que no cumple sus deseos.
El papel de la desigualdad
Quizás la variable que más se ha estudiado en los últimos años asociada a la violencia es la desigualdad. Si miramos a la historia de manera macroscópica nos daremos cuenta de que las manifestaciones violentas han disminuido en frecuencia e intensidad.
Ahora bien, si ponemos la lupa en los últimos años, veremos que la tendencia es justo a contraria, los crímenes violentos suben acompañando al crecimiento de los indicadores de desigualdad. Una desigualdad entendiendo a los recursos por los que competimos de una manera amplia; es decir, alimentos para comer, pero también parejas para reproducirnos.
Por otro lado, nuestro ritmo de vida es muy rápido. Transitamos por las pausas sin conciencia porque la necesitamos para cumplir las demandas del ambiente. El estrés es un pulpo con muchos tentáculos. Uno de ellos hace que sobreinterpretemos determinadas situaciones como amenazantes, que la amígdala se active antes y de manera más intensa.
Quizás te parezca un factor mínimo, que por sí solo no puede ser el origen de un parricidio. Sin embargo, sí el desencadenante, el elemento que lo precipite.
El desafío es entender los actos del ser humano en su contexto. Piensa, por ejemplo, cuántos precedentes, significados y consecuencias puede tener un simple apretón de manos.
Delirios de naturaleza paranoica
Antes, me he referido de pasada a la defensa de nuestra vida o la de los demás -lo que se considera en términos jurídicos “actuar en defensa propia”-. Lo que sucede también en algunos casos es que el parricida no se mueve en la realidad que nos podemos mover los demás. Puede sufrir delirios, configuraciones de escenas en las que para él es muy claro que otras personas le quieren hacer daño. Que intentan engañarle y jugar con él.
Hay una escena en la película Una mente maravillosa en la que podemos ver cómo pone en peligro a su hijo. Desde la perspectiva de la persona que sufre un delirio, la agresión puede ser una forma de defensa. Incluso puede interpretar intencionalidad en menores y atacarles. En última instancia, esta puede ser la motivación por la que un padre se plantee matar a sus hijos.
Las razones que llevan a un progenitor a matar a sus hijos son heterogéneas y siempre trágicas. Conocer cómo se operativizan, junto a sus antecedentes, nos pueden ayudar a diseñar estrategias más precisas de intervención. Aportaciones que son especialmente valiosas cuando se realizan antes de que se haya perdido ninguna vida. En estos casos, ese es el verdadero éxito.
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- Galleguillos U, Tamara, Leslie L, Andrea, Tapia R, Javier, & Aliaga M, Álvaro. (2008). Caracterización psiquiátrica del delito de parricidio. Revista chilena de neuro-psiquiatría, 46(3), 216-223. https://dx.doi.org/10.4067/S0717-92272008000300007
- Henao Escobar, J. (2005). La prevención temprana de la violencia: una revisión de programas y modalidades de intervención. Univ. psychol, 161-177.