Cuando tienes un problema y pasa el tiempo: estar igual es estar peor

Cuando tenemos un problema y no hacemos nada para solucionarlo, por mucho que pase el tiempo no estamos mejor, sino todo lo contrario. El psicólogo Marcelo Ceberio nos habla sobre ello.
Cuando tienes un problema y pasa el tiempo: estar igual es estar peor
Marcelo R. Ceberio

Revisado y aprobado por el psicólogo Marcelo R. Ceberio.

Escrito por Marcelo R. Ceberio

Última actualización: 19 noviembre, 2019

A primera instancia, puede resultar ingenuo preguntarse: ¿cómo es posible que diferentes personas de un mismo núcleo reaccionen y lleven a cabo acciones distintas si el hecho es el mismo? ¿qué perciben del hecho y cómo?

Quizás la respuesta está en la pregunta misma: no solo son diferentes integrantes de un sistema, sino que son integrantes diferentes.

  • Por un lado, son diferentes porque, a pesar de compartir el mismo código familiar y el juego relacional que de este emerge por hallarse inmersos en el sistema, cada uno de ellos cumple distintas funciones que se articulan creando distintas realidades.
  • Y por otro, son diferentes porque cognitivamente trazan puntuaciones diversas y elaboran abstracciones particulares desde su estructura cognitiva, de manera que el hecho es atribuido con significaciones que van desde la gravedad hasta la simpleza o la indiferencia. Lo que quiere decir que cada uno desde su conocer, enfrentará y recortará el hecho, otorgándole un significado único.

Si la comunicación humana es compleja, de acuerdo al sentido que se le imprime, rápidamente puede transformarse en complicada. Dentro de las instancias de complicación, se pueden establecer varios niveles que van de la complejidad simple a la complicación más grave. Profundicemos.

Mujer preocupada

Error, dificultad y problemas

Un hecho puede ser concebido como totalmente irrelevante, pero también como una noticia que impacta. Puede llegar a ser un mínimo error que no se resuelve y se convierte en una dificultad o transformarse en un problema, si somos directamente los afectados.

Se podría definir a la dificultad como la situación que se presenta como un obstáculo que bloquea momentáneamente el proceso de crecimiento. Esta es factible de ser superada y, una vez resuelta, nos enriquece porque nos permite acumular información y nuevas experiencias generadoras de significaciones alternativas que se pondrán en juego para sortear las próximas.

De esto, se infiere que en la vida es común que se presenten dificultades, el problema es cuando se convierten en problema…

El problema, en cambio, es una construcción netamente individual y subjetiva. Una situación puede considerarse problema para una persona y no para otra.

No obstante, debemos aclarar que existen problemas que pueden afectar a todo un sistema, puesto que se desarrollan en un mismo contexto (sociedad, familia, pareja, institución, etc.), pero sus integrantes, como ya señalamos, pueden poseer las mismas o diferentes ópticas acerca del hecho, variando su dimensión en cada uno.

Un ejemplo

Por ejemplo, las conductas agresivas de un niño en la escuela pueden resultar para él una dificultad relacional al comienzo y, de acuerdo a la perpetuación de las mismas, convertirse en problema si es considerado como el peleador del grado. Rótulo que lo lleva a la marginación por parte de sus compañeros y las reprimendas de su maestra.

En la transición, su núcleo familiar ha comenzado a recibir las citaciones debido a su comportamiento, con lo cual la madre -que aparece como la más preocupada- ha ensayado un repertorio de soluciones intentadas que van desde los premios hasta los castigos más severos, sin ningún tipo de resultado favorable.

El padre expresa que la madre lo sobreprotege y dice no poder ocuparse del problema, puesto que trabaja todo el día. Su hermanito más pequeño, ni se entera y el más grande, adolescente, está demasiado ocupado con su grupo de amigos, salidas y flirteos.

Después de varios meses de recursión del problema, sostenido por los intentos fallidos de resolverlo -tanto de la familia como por la escuela-, el niño se siente cada vez más inseguro y desvalorizado, cuyo resultado es el inicio de una serie de trastornos de aprendizaje. O sea, que además de ser el agresivo se convierte en el vago o torpe de la clase.

Este problema rápidamente se traslada al ámbito familiar, el padre lo trata de vago y holgazán en el estudio y lo castiga por sus malas notas, aduciendo que la madre lo continúa consintiendo. El niño detona estallidos de rabia, confirmando en la pragmática la etiqueta de agresivo. Entonces, la madre inicia un recorrida por diversos profesores particulares que, a esta altura del año, poco es lo que pueden hacer.

Poco a poco, el problema ha alcanzado dimensiones considerables: las discusiones de la pareja de padres que nunca se ha caracterizado como una pareja estable y unida y han tendido a las escaladas simétricas se han incrementado. El hijo mayor ha tomado la evitación como mecanismo y se pasa cada vez más horas fuera de casa, en la medida en que el ambiente de casa se volvía insoportable. El menor ha comenzado ha orinarse en la cama. Este podría ser el panorama de una familia que, finalmente, intenta pedir una consulta psicoterapéutica.

Como en un efecto dominó, en el transcurso del tiempo, una dificultad se ha convertido en problema. Se ha instaurado en el sistema, perpetuado en el tiempo y variado de foco o ramificándose en varios. Se ha construido por los distintos miembros de la familia, como problema o dificultad o ni siquiera como alguna de estas dos variantes.

Además, los intentos de solución que han fracasado lo han agravado e incrementado, han originado otros problemas y en plena crisis cada uno de los integrantes ha experimentado distintas reacciones.

El tiempo, ¡ahhh el tiempo!

El problema se erige como una atribución de significado sobre una dificultad. Desde esta perspectiva, la dificultad adquiere estatus de problema cuando no es factible de ser resuelta con los métodos habituales, aquellos con los que tendemos a enfrentar comúnmente las situaciones.

Rápidamente -como se complican las complejidades de relaciones humanas- se instaura un círculo recurrente y surge un panorama de emociones tóxicas como angustia, rabia, ansiedad, estrés o tensiones típicas que impiden la salida del problema. Todo genera duda e incertidumbre que llevan a la inseguridad y viceversa.

Así, cuando un problema no se resuelve, se termina conviviendo con él. Toda nuestra ecología termina adaptándose al despotismo del problema.

El problema construye el sistema en el que habitamos. Por ejemplo, los agorafóbicos que tienen miedo a la encerrona de los ascensores, viven en planta baja o primer piso; los que sufren de espasmos gastro-intestinales, salen con su antiespasmódico por las dudas, ni hablar los que tienen miedo al avión, hacen hasta los recorridos más extensos en autobús…

Mujer con agorafobia mirándose por la ventana

Cuando trabajo en consulta, tengo un bowl con piedras y le pido al paciente que se saque el zapato y le coloco una y le digo que a las tres horas me llame. Mágicamente, a la hora ya dejó de ser una molestia, el cuero y la anatomía del pie terminan adaptándose al germen que invadió ese espacio.

De la misma manera sucede con los problemas que con el paso del tiempo, como piedras nos llevan a acomodarnos cuando en realidad deberíamos luchar contra ellos: la piedra se convierte en el sexto dedo del pie.

Hay tres variables que hacen que se perpetúen en el tiempo los problemas: la frecuencia, la intensidad y el tiempo.

  • Si un problema se produce cotidianamente, no es lo mismo que se produzca una vez por semana o quincenalmente o una vez al mes. Si la reiteración es menor, es menor la costumbre.
  • Si a esto le sumo que la intensidad es alta, no es lo mismo que una intensidad media o mínima.
  • Y por último el tiempo, cuanto mayor sea el tiempo de convivencia con el problema, mayor será el hábito de llevarlo a cuestas, como una mochila de canto rodado sobre nuestra espalda de cuyo peso no nos alertamos o como un sonido de fondo que solo se consciencia cuando desaparece y nosotros exclamamos: “¡Ayyy por fin!” (tocándonos los oídos).

Estos tres factores provocan la adicción al problema (aunque también hay un cuarto factor neuroquímico, pero que es complicado explicar en este artículo) y resistir al cambio.

Por ejemplo, si las discusiones con tu pareja y la fórmula es: tiempo alto (hace años que discutes) + frecuencia cotidiana (todos los días pelean) + intensidad 90/100 (agresiones y violencia) = ¡pronóstico malísimo!

Por tal razón, cuando nos preguntan sobre nuestro problema y respondemos: “¡todo igual!”, no es así, estar igual es estar peor. Estamos acostumbrados a medir la afección por lo cualitativo, por gravedad o intensidad, pero no por lo cuantitativo, es decir el tiempo de permanencia del problema con nosotros.

Si después de meses continuamos con el mismo problema, realmente ¡estamos peor!.

Por tanto, estemos alerta y busquemos soluciones alternativas, pero basta del más de lo mismo, de ese sostenedor del problema. Hay que buscar y encontrar fórmulas para el cambio y no estar en una comodidad incómoda que implica convivir con el problema.


Este texto se ofrece únicamente con propósitos informativos y no reemplaza la consulta con un profesional. Ante dudas, consulta a tu especialista.