El día que decidí dejar de vivir

Tenía 16 años cuando decidí que ya no quería vivir. Me dije a mí mismo que no le importaría a nadie que dejara este mundo, y más cuando hacía dos que mi padre había fallecido.
El día que decidí dejar de vivir

Escrito por Equipo Editorial

Última actualización: 24 enero, 2023

Hay familias que son como casas encantadas. Hay puertas que no debes abrir y temas de los que no se debe hablar. En la mía había un tema tabú y era el referente a la muerte de mi padre. Yo tenía catorce años cuando papá empezó a tardar demasiado en volver a casa. Mi madre llamó por teléfono a la empresa donde supuestamente trabajaba, y fue entonces cuando descubrimos que hacía casi tres semanas que lo habían despedido.

Al día siguiente, al volver del colegio, mamá estaba encerrada en su habitación, llorando. Mis abuelos y mis tíos me estaban esperando para darme la noticia. Mi padre había fallecido, pero nadie quiso decirme cómo. Fue durante el funeral cuando escuché todos esos comentarios entre susurros esquivos y en voz baja, que decían que él se había quitado la vida por todas las deudas que arrastraba.

Me enfadé como nunca lo había hecho, me enfadé con todo el mundo y en especial, con él, con mi padre por haberme dejado. Mi mente no podía entender cómo el día antes podía haber jugado conmigo al ajedrez, mientras me proponía ir de ruta el fin de semana siguiente con las bicis. ¿Por qué me habló del futuro cuándo él ya tenía previsto no estar nunca más en mi vida?

Yo tenía solo catorce años y procesé aquella tragedia con infinita rabia. Estaba tan indignado y atascado por tantas emociones, que mi familia, erróneamente, asumió que era mejor no tocar más el tema. Dejar que el tiempo me devolviera a mi vida de adolescente, como quien se rompe una pierna y a los meses el hueso se une de nuevo por sí mismo… Como si no hubiera pasado nada.

En mi familia cada cual hizo el duelo por la muerte de mi padre a su manera, la mía fue la peor de todas.

Adolescente desmotivado pensando en el día que decidí dejar de vivir
Aún ahora, hay un adolescente en mí que sigue enfadado y al que intento escuchar con compasión.

La inútil tarea de eliminar el dolor del que no se habla

Papá era muy hablador, era de los que inician una conversación y un tema le llevaba a otro y luego a otro más. Era como poner la radio, siempre tenía mil anécdotas que contar. Cuando él se fue, la casa se quedó sumida en un silencio atronador. Mis hermanos mellizos eran mayores y estaban todos los días en la universidad, con sus cosas. Mamá trabajaba en la panadería familiar, con mis tíos. Se iba temprano y volvía tarde.

Cada cual volvió a sus responsabilidades. Las rutinas parecían ayudarles a gestionar la pérdida. Por mi parte, intenté hacer lo mismo, volver a clase, volver a karate por las tardes y a quedar con mis amigos los fines de semana. Pero de un día para otro, empecé a odiar a mis amigos; ellos tenían padres y yo no. Yo tenía pendiente una excursión con las bicis de montaña con mi padre que ya nunca podría ser.

Me fui desconectando de muchas cosas como quien va apagando las luces de una casa y solo queda la titilante luz del salón. Ya he dicho que hay familias que son como casas embrujadas y la mía era una de ellas. Cuando cumplí los 16 se mezclaron muchas cosas, el fracaso escolar y la idea de que yo no era tan brillante como la de mis hermanos y también el bullying escolar. Me quedé a oscuras y nadie parecía verme.

Las primeras tentativas y la búsqueda de eludir el dolor

El día que decidí dejar de vivir acababa de llegar del cine de ver Inception, aquella película de Leonardo DiCaprio del 2010. Me fui hasta el cuarto de baño y cogí una cuchilla de afeitar. Recuerdo ver mi rostro en el espejo y pensar que era terriblemente feo, demasiado delgado y alguien a quien nadie echaría en falta si desaparecía.

Aquellas fueron mis primeras lesiones autolíticas. Nadie se dio cuenta durante un tiempo, hasta que una de aquellas heridas terminó infectándose y uno de mis hermanos la descubrió. Recuerdo su expresión, entre el desconcierto y la angustia, entre la repulsión y el miedo. -“¿Esto te lo has hecho tú? Uy, tío, tú no estás bien” -. Esas fueron las palabras que me dijo, después, habló con mamá.

Todo empezó a ir mal en mi vida desde que falleció mi padre. A partir de ese momento empezaron a suceder cosas que no sabía cómo manejar. Miraba el mundo con mucha rabia y mucho rencor, lo único que deseaba en aquellos años era dejar de sufrir.

El día que decidí dejar de vivir para no sufrir

Mi hermano tenía razón, yo no estaba bien; de hecho, llevaba mucho tiempo sin estarlo. Cuando mamá me vio los brazos y el surtido de cortes que se extendían en mi piel, se echó a llorar. Yo sentí mucha vergüenza y también rabia, porque era como si, de pronto, se expusiera a ojos de todos los sentimientos que escondía en mi interior.

Fue entonces cuando mi madre me llevó al médico y, tras hablar con aquel doctor entrado en años y de voz amable, me recetó mis primeros antidepresivos. No me dirigió a ningún psicólogo, ni mi familia pensó tampoco en buscar ninguno por su cuenta. Supusieron que con la medicación y con su apoyo todo se solucionaría. No era más que una mala época, se repetían a sí mismos, una mala época y nada más.

“Tienes que salir, animarte, ver las cosas de otro modo”. Me decían. Sin embargo, nada iba bien, porque mis notas no eran buenas y no iría a la universidad como mis hermanos. Me odiaba a mí mismo y mi mente, ya no podía soportar tanta cuota de ira, rabia y autodesprecio. El día que decidí dejar de vivir nuevamente tenía 18 años y acababa de romper con mi primera novia.

Ahora ya soy un hombre adulto, pero sé que el adolescente herido, el adolescente que se siente solo y abandonado sigue en mi interior. Por ello, cada día intento atenderlo y escucharlo, me apoyo en los demás y procuro tener un entorno sólido con quien desahogar mis pensamientos y pedir ayuda si lo necesito.

Hombre haciendo terapia online
Después de mi último intento de suicidio he comprendido la importancia de saber buscar ayuda válida y de ir a terapia.

Hay que hablar de lo que duele para poder vivir

Ahora soy un hombre adulto, un superviviente de mi propio dolor que intenta aferrarse a la vida. Así que no, no dejé este mundo a los 18, ni tampoco a los 20. Porque desde el primer día que decidí dejar de vivir, llegaron muchos más. Pero tuve suerte, porque al final, muchos de los que sufrimos en silencio nos reconocemos y un amigo del trabajo me recomendó a un psicólogo.

A partir de ese momento descubrí muchas cosas. Entendí que hay familias embrujadas que esconden sus fantasmas, que viven de silencios y que, poco a poco, enferman y mueren de pena, como la mía. Me enseñaron desde niño a no hablar de lo que duele y, cuando a mí me dolía la vida, asumí que había algo defectuoso en mi persona que debía ocultar. Descubrí que detrás de toda mi ira y mi autodesprecio había una tonelada de tristeza no resuelta.

Tomé conciencia que debemos aprender a comunicarnos, a preocuparnos por los demás, a preguntarnos cómo estamos y qué nos duele. Ahora, intento atender al adolescente herido que aún vive en mí, le enseño a quererse cada día un poco más. Y he entendido también la importancia de saber pedir ayuda, de tener unas figuras de soporte válidas con quienes no esconder las heridas. Ahora, he decidido aferrarme a la vida… Espero que tú también lo hagas.


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