El amor fati: una reconciliación hermosa con nuestra naturaleza
El destino es una de las llamas que más se agita en el contexto romántico. La idea de que todo está escrito casa muy bien con el ideal de media naranja, de encontrar a esa persona que, supuestamente, encaja a la perfección con nuestras formas. Un alma que no sufre con nuestras aristas, porque en ella encontramos el suficiente espacio como para que no sean un peligro para el vínculo. De igual manera, el amor fati alude al destino y tiene su origen en la escuela estoica.
Así, el viaje que nos propone el amor fati comienza aproximadamente en el 300 a.C., cuando Zenon de Citio funda la escuela estoica. En sus líneas fundamentales podemos identificar una perspectiva vital muy opuesta a la moderna occidental.
Si en ese momento supuso una auténtica revolución contra la artificialidad y las pseudonecesidades materiales basadas en la ambición, hoy los estoicos se echarían las manos a la cabeza por la cantidad de objetos que no nos dejan ver el sol o por la importancia de la imagen, de la fachada, cuando en muchos casos el estado interno es desolador. Esfuerzos que canalizamos hacia fuera, en vez de hacia dentro.
Dentro de la concepción griega de la naturaleza, los estoicos se encuentran dentro del llamado determinismo cosmológico. Para ellos, con independencia de conocer o no las causas de un determinado acontecimiento o evento, este no podía haberse dado de otra forma. Así, el pasado o estado pasado determinaría o fijaría el futuro o estado futuro. De esta ley, nada ni nadie podría sustraerse. Entonces, ¿dónde quedaría nuestra libertad? A ello responderemos más adelante.
Del amor fati emana gran parte de esa paz que parecen trasmitir algunos religiosos. Querer al devenir de alguna manera implica el amor a la vida, a sus pliegues y contradicciones.
Cara a cara frente a nuestra naturaleza
En las palabras de Nietzsche, este amor aparece definido con más sentido: “mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre se reduce al deseo de que nada sea distinto respecto a lo que es o ha sido; ni en el pasado, ni en el futuro ni en la eternidad. No solo hablo de soportar lo necesario, sino de no disimularlo o incluso de amarlo con creces“.
Un amor que es vacuna contra la escisión o la disociación. Una defensa para la aceptación de nuestra propia condición y no solo punto de partida. Este no es el lugar donde comenzaría un camino que terminaría en un estado llamado felicidad; más bien es el lugar en el que podríamos ser felices.
Así, con este amor nos adelanta lo que la psicología positiva ha puesto tan de moda después. Hoy sabemos que buena parte de la insatisfacción que sentimos proviene de batallas internas contra monstruos que no podemos ganar, porque directamente no sangran. Les cortamos una cabeza y aparece otra. Definitivamente, nuestra batalla no es contra la ira, la tristeza, la envidia o la ansiedad, porque en el bienestar existen momentos para la ira, la tristeza o la ansiedad. En nuestro futuro, escrito o no escrito, estarán ellas.
El amor fati nos invita a renunciar al lenguaje de lucha. Cambiarlo por un discurso de aceptación, en el que queden desterradas del discurso los verbos más bélicos. No se trataría de pelear o de oponerse a los acontecimientos, sino de buscar la mejor manera de adaptación. Ni las circunstancias ni las emociones serían nuestras enemigas; el hecho de que sean dinámicas no les confiere alma ni una voluntad. El mundo no estaría contra nosotros… y el destino tampoco.
¿Existe algo más pernicioso o estúpido que atribuirse la culpa sobre acciones, procesos y resultados que no dependen de nosotros? ¿Hay algo menos inteligente que hacer predicciones de futuro catastrofistas sabiendo que nuestras acciones en muchos casos se alinean para que estas predicciones se terminen cumpliendo?
Entonces, ¿dónde queda nuestra libertad?
Hay una frase dentro del lenguaje popular que dice que cuando nos echamos pareja no nos quedamos ciegos. Una chica o un chico, estando enamorados y queriendo a otra persona, nos puede parecer guapo. Asumir esto tiene mucho que ver con el amor fati. ¿Por qué? Porque, siguiendo el hilo de la cosmología determinista, esto escaparía a nuestro control. Haríamos mal en intentar negar o disociar esa atracción que nos puede generar el otro, a pesar de tener pareja.
Sin embargo, sí podríamos controlar esa pasión. Sí podríamos gobernar el impulso y valorar qué es lo que realmente queremos de verdad: acercarnos a la persona que nos ha llamado la atención o pasar de largo. El determinismo se puede cumplir a nivel macroscópico, tenemos una naturaleza (unas pasiones, unas inclinaciones y además el destino nos pondría frente a determinados acontecimientos), pero también tenemos una voluntad.
Siguiendo al propio Zenón, estamos obligados/determinados a ser libres. De ahí que el amor fati, sea, en buena medida, una elección, por encima de los condicionantes externos -por ejemplo, lo que otros hagan- o externos -nuestras propias tendencias o predisposiciones-.
Así, la consecuencia del amor fati -el amor al devenir, en cuanto al devenir es; el amor a la naturaleza, en cuanto la naturaleza es- no es la resignación, sino la adaptación. Una adaptación que lograríamos empleando nuestra inteligencia para elevar la decisión por encima de los condicionantes y de las pasiones -instintos, inclinaciones internas-.
El hecho de que nuestra libertad sea condicionada o limitada no la haría menos valiosa. En este sentido, apreciar los eventos sobre los que no tendremos control nos reconciliaría con nuestra propia naturaleza, porque esa es preciosamente -o al menos en parte- nuestra propia naturaleza.
Para Nietzsche, el hombre llegaba a ser superhombre a través de la repetición. La repetición posibilitaba compresión. Una vez alcanzada esta comprensión, el amor por la naturaleza, por el devenir, por las leyes que gobiernan lo que no controlamos, era inevitable.