Guilty pleasure, cuando el placer y la culpa se unen
¿Te avergüenza confesar que estás enganchada a esa serie de adolescentes con tramas irreales y actuaciones mediocres? ¿Te encanta hacerte bocadillos de chorizo con nocilla, pero solo los comes cuando estás solo en casa para que nadie critique tu manjar? ¿Dices que te encanta leer, pero omites que los libros que más te gustan son las novelas románticas medievales? Enhorabuena, puedes hacerte el moderno en redes sociales diciendo que tienes guilty pleasure.
En los últimos tiempos el término guilty pleasure se ha popularizado en internet. Traducido como “placer culpable”, el término hace referencia a esos momentos, acciones o entretenimientos que nos producen placer, pero a la vez nos producen culpa por sentir ese placer al consumirlos.
Normalmente, se habla de guilty pleasure para referirnos a productos de entretenimiento o para hablar de comida o bebida. Pero, realmente, el término puede extenderse mucho más allá. Y es que, los placeres nos vienen desde muchas direcciones y la culpa también.
¿Cómo es posible que algo que nos produce placer nos lleve también a sentir culpa? ¿Por qué escondemos algunos de nuestros gustos y los mantenemos en la intimidad? ¿Acaso hacemos daño a alguien sintiendo placer por algo? ¿Somos malas personas por ello? Racionalmente, la respuesta es sencilla: si tus gustos no dañan a otras personas, no deberías sentir culpa por ellos. Emocionalmente, la cosa cambia.
Estereotipos, prejuicios y expectativas, la razón de los guilty pleasure
Los estereotipos per se no son malos. Nos ayudan a simplificar y clasificar a la sociedad y a estar preparados para lo que nos podemos encontrar. A veces correctos y a veces equivocados, los estereotipos son un sistema de clasificación cognitivo más. Digamos que nos ayudan, a grandes rasgos, a simplificarnos un poco la vida.
Todos tenemos estereotipos y, a su vez, todos somos estereotipados. El problema viene cuando los tomamos como una clasificación estanca e inamovible. En ese punto, los estereotipos comienzan a dar paso a los prejuicios y con ellos, vienen las connotaciones negativas y las expectativas.
Cuando alguien nos clasifica como una determinada manera, se espera de nosotros que actuemos en consecuencia a esa clasificación. Por ejemplo, vistes con camisetas de Iron Maiden y AC/DC. Lo lógico es que te gusten esos grupos y por ello, la gente te clasifica como rockera. De tu playlist se espera que esté cargada de puro rock o géneros musicales similares. Y que, como rockera, actúes de cierta manera, tengas ciertos gustos o tus intereses vayan en cierta dirección. La gente te ha estereotipado, te ha categorizado, y se han creado ciertas expectativas en torno a ti.
Sin embargo, un día quedas con tus amigos y vinculas tu lista de reproducción al altavoz y, de repente, empieza a sonar Saoko de Rosalía. Una música, en principio, que no entra dentro de la categorización que han hecho sobre ti. De hecho, es un estilo de música con una estereotipación diametralmente opuesta a la que, se presupone, tuya.
Las expectativas que el resto ha creado en torno a ti se rompen. Tus amigos se sorprenden, incluso pueden hacer algún comentario jocoso con el que no te apetece lidiar. En ti comienza a aflorar el sentimiento de culpa por no ser lo que el resto esperaban que fueras. Y tú le das al botón de siguiente, esperando que el aleatorio te regale una canción que “te pegue” y que no te haga sentir juzgada por gustarte.
Te encanta Rosalía, te produce placer escuchar sus canciones, te hace bailar, pasártelo bien y sonreír, pero a la vez, sabes que no encaja en lo que los demás presuponen de ti, y esa ruptura de expectativas te produce culpa por escucharla. Rosalía se convierte así en tu guilty pleasure.
La culpa como alerta ante la desaprobación
En cierta medida, todos buscamos encajar socialmente. Ya sea en ciertos grupos o en otros, a mayor o a menor escala, todos buscamos afinidades en otras personas, así como su agrado. Para ello, proyectamos una imagen determinada, consciente o inconscientemente, sobre nosotros mismos. Con nuestra forma de vestir, de actuar o con nuestros gustos, comunicamos al resto del mundo para atraer, o no, a quien nos interesa.
Se va creando un molde en torno a ti en el que la sociedad necesita encajarte y en el que tú misma vas metiendo los pies y haciendo tu propio hueco. Si nuestro molde es flexible y adaptable, podremos ir moldeándolo sin mayor problema. Sin embargo, cuando ese molde es férreo, de paredes duras e inamovibles, el intentar salir de él puede llegar a crear sentimientos no muy agradables como es la culpa.
La culpa puede extender sus raíces sobre el miedo a no encajar en el grupo ante el que te encuentras, o por el miedo a que nos atribuyan prejuicios que ya recaen sobre aquello que nos gusta consumir; por ejemplo, temer que alguien piense que somos simples y poco inteligentes porque nos guste consumir reality shows. Y es que a nadie le gusta recibir la desaprobación de aquellos con los que buscamos encajar, y cuando nos sentimos en peligro de hacerlo, la culpa aflora como una alerta interna.
La culpa, a pesar de ser una emoción considerada negativa, no siempre es mala. La culpa tiene un carácter adaptativo que nos ayuda a controlarnos y a no traspasar ciertas fronteras éticas y morales. Sin embargo, en lo que respecta a temas tan triviales y que no perjudican a nadie, como que te guste una determinada serie, un determinado estilo de música o una determinada comida, la culpa no debería limitarnos. Si lo hace, conviene relativizar y ser conscientes de que no somos responsables de las expectativas que los demás tengan sobre nosotros.
Romper el molde… o no
Cuando el hecho de tener un guilty pleasure te produce una culpabilidad a un nivel paralizante y comienzas a dejar de ser quien eres por miedo a no encajar, conviene revisar hasta qué punto es necesario encajar con esas personas ante las que te escondes.
Quizá no merezca la pena rodearte de gente que dé tanta importancia a temas tan triviales como qué programas te gustan, qué música escuchas mientras te duchas o cuál es tu combinación de sabores favorita. Quizá conviene que revises tu propio molde y lo amplíes y le des la forma que tú quieres realmente para poder tener dentro de él un mayor espacio en el que moverte con mayor libertad y seguridad.
No hace falta tampoco romper el molde con un martillo. Sería hipócrita decir que no tienes que encajonarte ni encajonar a nadie cuando, por mero acto social e inconsciente, todos encajonamos a los que nos rodean y también a nosotros mismos. Simplemente, podemos cambiar nuestros duros moldes por otros que tengan flexibilidad y movilidad. No es malo tener expectativas, ni que las tengan sobre nosotros, siempre y cuando seamos conscientes de que estas pueden romperse en algún momento y no pasa nada por ello.
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