Había una vez una princesa que se salvó sola

Había una vez una princesa que se salvó sola
Sergio De Dios González

Escrito y verificado por el psicólogo Sergio De Dios González.

Última actualización: 22 octubre, 2021

Érase una vez una princesa que se salvó sola. Una princesa anónima, de las que camina todos los días por la calle y no le teme al sol o al viento. De las que se tropiezan, pero también de las que se levantan, de las que coleccionan miedos pero también victorias e interesantes secretos. Nadie habla de su valor; no hace falta tampoco, porque ella lo lleva escrito en su corazón.

No necesitó de un príncipe valiente porque en vez de acurrucarse en un rincón de su celda se atrevió a asomarse por la ventana para observar al dragón y encontrar sus puntos débiles. Porque estudió química y supo fabricar ella misma un antídoto para el veneno, rápido y eficaz, antes de que la paralizase. En este cuento no hubo príncipes ni besos, porque su coraje nació de su interior y no de la inspiración de otros, y su valentía se alimentó del hacer y no del esperar.

Hablamos de una princesa que camina por la vida con los ojos abiertos…

Una princesa que se salvó sola

Se salvó sola porque tuvo unos padres que entendieron que dentro de ella había un enorme potencial. Así, no dudaron en alimentar sus sueños a pesar de que pegaran poco con el rosa o el morado, a pesar de que de pequeña no soñara con pasear bebés de plástico o pintar y alisar el pelo de las muñecas. En realidad sin pesar, porque ellos nunca sintieron que en esa diferencia hubiera algo que echaran de menos.

Se salvó sola porque no era una confiada y sospechó de su abuela nada más verla acostada en la cama. Así, el lobo no tuvo ninguna oportunidad de comérsela: ella misma fue la que sacó la escopeta y presentó batalla. La que le puso las esposas y lo llevó detenido a la comisaría de los cuentos. Así, uno a uno fue atrapando a todos aquellos personajes malvados que sometían a príncipes.

Mujer sola en el bosque

Una princesa que necesitó de los demás

Necesitó de personas, por supuesto. Sin embargo, nunca de un principie que recitara el mismo papel que los juglares perpetúan en sus cuentos aparentemente inocentes. Necesitó de personas a su alrededor, simples mortales y con innumerables defectos que la apoyaran. Que le dieran opciones de cómo hacerlo o que incluso algunas veces le indicaran la mejor opción, pero nunca necesitó que alguien lo hiciera por ella. No obstante, si alguna vez alguien lo hizo no dudó en agradecerlo e incluso en devolverle el favor.

Porque la princesa, esa que se salvó sola entendía que vivimos en un mundo en el que funciona y se espera la reciprocidad. Pero en esa reciprocidad ella no siempre tenía que ser a la que pagaban con besos y con amor, también podía ser ella la que pagara con besos y con amor. Salvar, porque se le daba muy bien salvar.

Lo hacía todos los días cuando acudía al hospital y se ponía su bata blanca y le plantaba cara a las enfermedades que habitaban en los cuerpos de otros. Cuando no dejaba de pensar que un mundo en el que ningún hombre la mirase por encima del hombro o que ninguna mujer la despreciara por ser mujer, como ella. Cuando en la ecuación del puedo o no puedo entraban muchas variables, como el cansancio o los recursos con los que contaba, pero no la variable sexo.

Princesa al lado de una torre

Una princesa orgullosa de ser como era

La princesa que se salvó a sí misma estaba orgullosa de su sensibilidad. Había partes de su cuerpo que las hubiera diseñado de otra forma, pero no dejaba de pensar que su nariz o sus orejas no dejaban de ser un fantástico don: hacían que fuera singular y además funcionaban de forma tan perfecta que le permitían oler o escuchar el latido del corazón de otros. Había aprendido a quererlas con el paso del tiempo y a estimar todo lo que le aportaba aquello que no encajaba con lo que a ella le gustaría.

Una vez leyó un mensaje escrito en piedra que rezaba que es un ejercicio de inteligencia amar aquello que no puedes cambiar y se lo quedó. Al igual que se quedó el mensaje que estaba pintado en la estación del metro por la que pasaba todos los días antes de ir a trabajar: “hay vida antes de la muerte”.

Desde entonces la adoptó como suya, sin que en su corazón habitara la idea de que su proceder era extraordinario. Simplemente pensaba que lo que hacía era consecuente y al alcance de las capacidades con las que contaba. Así fue como aquella princesa, en apariencia frágil, se salvó a sí misma. 

Foto cortesía de Shara Limone


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