Lo que hacemos en las sombras
Ya hemos hablado en alguna ocasión de lo interesante que puede ser la fusión entre el terror y la comedia. Taika Waititi y Jemaine Clement son los encargados de tomar todo el imaginario que la mitología vampiresca ofrece y trasladarlo al mundo actual.
Una mezcla surrealista, pero efectiva, que tiene como resultado un desternillante largometraje: Lo que hacemos en las sombras. En tiempos difíciles, buenas son las risas… y más si provienen de una idea tan original y descabellada como bien ejecutada.
En la Nueva Zelanda del siglo XXI, sobreviven cuatro vampiros que deberán adaptarse a los nuevos tiempos. Viago, Deacon, Vladislav y el anciano Petyr deben enfrentarse a la convivencia y tratarán de desenvolverse, de la mejor manera posible, en la ciudad.
Un equipo de televisión rueda un documental acerca de ellos y de cómo enfrentan diversos problemas: la división de las tareas domésticas, la gestión de las salidas nocturnas o el peculiar hecho de que su dieta se base en el consumo de sangre humana.
Pronto, un nuevo integrante se unirá al grupo, Nick, un hombre contemporáneo al que Petyr convierte en vampiro. Nick deberá adaptarse a su nueva condición de ser inmortal y, a su vez, gracias a su amigo Stu, logrará mostrar a los vampiros las virtudes de la era contemporánea. El resultado es un festín salvaje, maravillosamente entretenido e hilarante.
Una idea original
En el año 2005, los neozelandeses Taika Waititi y Jemaine Clement rodaron un pequeño cortometraje de bajísimo presupuesto que sería el germen de Lo que hacemos en las sombras.
El largometraje se haría esperar unos años más y no sería hasta 2014 cuando comenzó a ser proyectado en algunos festivales como Sitges -en el que se hizo con el Premio del Público- o Sundance. Su estreno en las salas fue discreto, pero el boca a boca hizo que se convirtiese en un filme muy pirateado.
La idea original ha terminado dando todavía más frutos. Así, el año pasado (2019), se convirtió en una pequeña serie de diez episodios.
La serie guarda bastantes diferencias con el largometraje y ya no tenemos a los mismos personajes. Sin embargo, la esencia, la base de todo, sigue siendo la misma. Sus creadores, además, ejercen como productores, guionistas, directores y actores de la película. En definitiva, a partir de una modesta idea que surge casi entre amigos, Lo que hacemos en las sombras ha resultado ser extraordinariamente productiva.
La creatividad no conoce límites y tampoco es necesario contar con el mejor de los equipos o con presupuestos desorbitados para hacer cine. Tan solo hace falta una historia, una idea, algo que contar y muchas ganas de contarlo.
Por surrealista o bizarro que nos pueda parecer el argumento, Lo que hacemos en las sombras se gana nuestra confianza ya en los primeros minutos de metraje.
El formato del falso documental permite a los cineastas tomarse una gran libertad a la hora de llevar a cabo la propuesta; se produce una conexión inmediata con el espectador, utilizando un discurso fluido que encaja perfectamente en el tono de parodia.
El falso documental facilita desarrollar una idea con un presupuesto más limitado, pero a su vez, le aporta verosimilitud a un relato totalmente fantástico.
Lo que hacemos en las sombras bebe del imaginario vampírico, de la mitología y aprovecha enormemente todos estos recursos.
Los ataúdes, los crucifijos, la capacidad de volar, la inmortalidad… Todo ello se manifiesta en escena marcando un extraordinario contraste con la actualidad que rodea a estos pintorescos personajes. Lo risible se encuentra, por tanto, en el juego de contrastes.
Lo que hacemos en las sombras, la risa en lo fantástico
La creación de un universo fantástico admite infinidad de posibilidades, pero no por ello debe renunciar a la verosimilitud. El espectador se somete, de alguna manera, a la decisión del director y se establece un pacto de credibilidad. En este sentido, el género nos permite explorar vertientes aterradoras, mágicas o mitológicas, pero también cómicas.
Los monstruos han estado presentes en nuestra sociedad ya desde las primeras mitologías y se reforzaron con obras literarias como Frankenstein (Mary Shelley, 1818) e inundaron las pantallas del primer cine de terror con títulos como Nosferatu (Murnau, 1922), cuya huella podemos ver de forma clara en Lo que hacemos en las sombras a través de Petyr.
Estos monstruos han ido evolucionando y aquellos primeros vampiros aterradores han pasado por fases totalmente distintas.
Béla Lugosi o Christopher Lee nos han brindado algunas de las interpretaciones más canónicas de Drácula. Más tarde, la risa llegó a apoderarse de ellos de la mano de Polanski con El baile de los vampiros (1967); y, en la actualidad, nos encontramos con varios títulos que enmarcan al monstruo en la realidad: Solo los amantes sobreviven (Jarmusch, 2013) o Déjame entrar (Alfredson, 2008).
A este sinfín de historias de vampiros se suma Lo que hacemos en las sombras, una película que explora, como algunas de las mencionadas, la vida del vampiro en un entorno realista y actual, pero desde la parodia.
Los vampiros ya no asustan y son bastante más divertidos de lo que cabría esperar. Lo fantástico se impone en un argumento descabellado, que se burla de la inmortalidad y nos muestra lo difícil que puede ser para estos seres adaptarse a la vida moderna.
Desde ir a un club nocturno hasta pagar el alquiler, los vampiros de Wellington viven en una constante dicotomía entre sus tradiciones monstruosas y las costumbres de los humanos. Unos vampiros que también tienen sentimientos, conflictos internos y para los que la amistad termina por ser muy importante.
El filme contó con un buen aplauso de la crítica y, con el tiempo, se ha convertido en todo un filme de culto, en una de esas joyas que un día descubres y no podrás sacarte de la cabeza.
Y no, no es en absoluto una película profunda, pero tampoco pretende serlo. Su intención es de puro entretenimiento, de pura evasión, pero sin llegar a ser una comedia “estúpida”. No hay duda de que sus realizadores disfrutaron enormemente haciéndola y eso es algo que atraviesa la pantalla.
Desternillante, tremendamente salvaje y descabellada, Lo que hacemos en las sombras nos aporta una buena dosis de carcajadas que siempre son bienvenidas. Una idea sencilla, pero efectiva y, sin duda, una propuesta cómica ante la que nos quitamos el sombrero.