Cómo trabajar entre gritos de agonía

La percepción del sufrimiento ajenos suele hacernos sufrir. Un sufrimiento que no genera menos dolor que el que padecemos cuando el daño nos lo hacen a nosotros. En este sentido, traemos una historia cotidiana, pero invisible... para la mayoría.
Cómo trabajar entre gritos de agonía
Sara González Juárez

Escrito y verificado por la psicóloga Sara González Juárez.

Última actualización: 08 marzo, 2023

Es muy posible que el título de este artículo te parezca figurado. ¿Trabajar entre gritos de agonía? ¿Torturando gente a gente? Bueno, lo cierto es que no solo los humanos emiten ruidos fuertes y reconocibles cuando experimentan un sufrimiento intenso. Paradójicamente, lo que aprendí en este lugar es a reconocer lo amplios que eran los límites de la empatía.

En mi caso, quienes gritaban a mi alrededor eran los animales. Les oía chillar a todas horas: cuando les colgaban de la piel del cuello para transportarles, como si llevaran un bolso, cuando les pinchaban para las pruebas de dolor, cuando les sujetaban para practicar el manejo. Con el tiempo, el cerebro se acostumbra al sonido y dejas de darte cuenta de la angustia que crece en tu interior. Esta es la historia de cómo esa angustia se apoderó de mí hasta el día de hoy.

«Si siguen las normas, no deberían estar mal»

En todo este relato hay 2 frases que marcaron etapas diferenciadas. La que está en el título es la primera, pronunciada por una amiga cuando les planteaba mi dilema de trabajar en un laboratorio de experimentación. Lo cierto es que necesitaba el trabajo, pero me daba la sensación de que me iban a pagar por hacer el mal.

Al final, entre que nadie más me llamó para trabajar y que quise creer que «seguirían las normas», acepté. Al principio no estaba tan mal: el ritmo de trabajo era insufrible y mis compañeros eran buena gente, así que tardé unos meses en tomar consciencia de lo que tenía alrededor. Lo cierto es que, entrara donde entrase ese día a limpiar, todo eran gritos, porque siempre les estaban haciendo algo.

Poco a poco, comencé a ver los estragos del modo de vida de esos animales. Uñas arrancadas de raíz en los suelos de rejillas, bigotes cortados por compañeros de jaula estresados, miradas perdidas, aullidos que se propagaban por las salas de los perros. Y cada uno de ellos, como una aguja, hacía mella en mi mente y mi ánimo, con pinchazos tan finos que no me di cuenta hasta que consiguieron abrir un boquete.

Cómo trabajar entre gritos de agonía

Lo peor de todo aquello era lo sola que estaba. Todos mis compañeros, incluso aquellos con sensibilidad suficiente para sufrir con las imágenes que veíamos a diario, seguían trabajando allí y justificando su inacción. De hecho, llegué a identificar 3 estilos de afrontamiento:

  • Los que disfrutaban: las personas que vivían a gusto en aquella pesadilla. Eran los que encestaban ratas en las cubetas, los que sujetaban a los conejos de las orejas, los que eutanasiaron mal a un perro para que se despertara durante la necropsia. Estas personas eran los artífices del sufrimiento en aquel lugar.
  • Los que se ponían la venda: las personas que se quedaban allí varios años habían desarrollado varias estrategias para sobrevivir dentro de aquel lugar. No eran raras las frases como «es lo que hay», «es que tienen mucha presión encima», «si no te pones serio, no les puedes sujetar bien». El problema era la sensibilidad, así que la acotaban.
  • Los que sufrían hasta que se iban: individuos que no eran capaces de ignorar aquel sufrimiento. Eventualmente, no quedaba nadie así en el laboratorio, porque se terminaban yendo de la empresa.

Yo estaba dentro de ese último grupo. Al igual que el segundo, me mentía a mí misma para permanecer allí: «soy la única que les protege», «tengo que pagar el alquiler», «llevo mucho tiempo para mejorar esto, seguro que lo consigo en algún momento». Y, día tras día, mi salud empeoraba.

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«Es que tienes que ser más fuerte»

Esta es la segunda frase que marcó mi paso por este lugar. Ocurrió cuando ya tenía dolores crónicos de espalda, mareos, ansiedad constante y un humor insoportable. Mi estado de ánimo oscilaba entre la oposición sistemática y la tristeza paralizante. Mi vida giraba en torno a ese lugar. No era capaz de dejar de hablar mal de él, pero tampoco de irme.

Y un día, tuve que participar en el control de unos primates a los que había que medicar. Tras varios intentos, una hembra acabó recibiendo golpes, insultos y zarandeos por parte del técnico, porque no conseguía tratarse la pastilla. A medida que la violencia escalaba, yo me disocié.

No recuerdo si sujetaba las piernas o las manos de la pobre criatura, que se le ponían los ojos en blanco, aprisionada contra la mesa, y se desmayaba durante segundos intermitentes con la boca llena de jarabe.

Cuando salí de allí, me fui a la calle más cercana y tuve un ataque de ansiedad. Dos compañeras me asistieron en ese momento, con todo su cariño y su buena intención. Hasta que una de ellas me dijo «es que tienes que ser más fuerte».

Ahí, mi mente hizo clic. ¿Más fuerte? ¿Eso era tener fortaleza de carácter, soportar el terror cada día y participar en la agonía de animales que luego me acercaba a alimentar y a abrazar? Ahí fue cuando mi mente y mi emocional entraron en consonancia y supe que me tenía que ir.

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Perdonadme

A día de hoy, estoy en paz con mis decisiones. La fortaleza, para mí, fue tener que enfrentarme a trabajar entre gritos de agonía, asumirlo como mío y no esconderlo tras cortinas de convencionalismos y conformismo. Estaba aterrorizada, triste, angustiada y muy enfadada. Y lo experimenté sin anestesia desde el principio hasta el final.

Creo, y lo hago desde la humildad, que no todo el mundo es capaz de asumir las consecuencias. Aun tiempo después de irme de allí, seguía soñando que tenía demasiadas cubetas de ratas para cambiar o que detenía eutanasias para llevarme a los perros. He tenido ataques de llanto repentinos durante meses y no soy capaz de ver ni una sola imagen de laboratorios con animales dentro sin sufrir un ataque de ansiedad.

Ahora, aunque he conseguido reconciliarme conmigo misma, cargo un peso sobre las espaldas. Todavía no consigo expresar esta experiencia y lograr que quienes me escuchan sientan lo que yo he sentido dentro de esa película de terror que no se puede pausar.

Y, sobre todo, me pesa no haber abierto todas las jaulas el último día que pasé en ese sitio. A todos aquellos que conocí tras los barrotes, que me lamían las manos y se subían en mi hombro mientras les cambiaba la cubeta, les pido perdón, pues me rendí y les abandoné porque yo sí podía huir. Espero que vuestro sufrimiento haya terminado.


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