El tiempo no cura, solo nos ofrece la oportunidad de que lo hagamos
El tiempo es una constante. Un espejismo. Más allá de un segundero que no se detiene, de arrugas que se forman, de vida que nace o muere. Más allá está el tiempo que nos previve, vive y sobrevive. Cuando queremos que pase muy rápido o que se consuma muy despacito, jugando con la ansiedad o la nostalgia de lo que vemos, por la ventanilla del tren, que atrás se queda. No es doctor y tampoco demasiado generoso con el esfuerzo. Nadie le enseñó a poner heridas o vitaminas a la esperanza.
Dicen que todo lo cura, aunque solo sea porque nos aleja del hecho o del fenómeno. Una distancia, que al igual que pasa con la materia, hace que lo veamos todo más asumible. Es una forma de hacernos con un mapa de carretera, parece poco más que el trayecto para una aventura de tarde de verano. La palma de nuestra mano.
“El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad”.
-Victor Hugo-
El tiempo no cura, es lo que hacemos con él
El transcurrir de los días, el viejo incansable por sí solo, en los casos con los que es más generoso, poco mejora más allá del efecto óptico de la perspectiva. En cualquiera de los casos, los protagonistas somos nosotros. Como actores, y también como trovadores de relatos. Porque el tiempo no cura, solo nos ofrece la oportunidad de que lo hagamos.
Este es precisamente el sentido de los rituales. Por tradición, las bodas tardan más tiempo del imprescindible en prepararse. Un nacimiento detiene la vida de una familia. Despedimos con calma a los que se marchan. El trasfondo social de los ritos es inteligente en cuanto a que nos provee de una burbuja para que, en ese espacio que es el tiempo, nos podamos encontrar con nosotros mismos.
Nuestra vida poco o nada tiene que ver con la del hombre del medievo. Sin embargo, nuestros cuerpos son muy parecidos, y los sucesos que potencialmente nos marcan también. Contamos con más recursos, pero parecemos más tristes.
Disponemos de una gran cantidad de tecnología para salvar distancias, pero nos sentimos más lejos. Seguimos trabajando de sol a sol, pero lejos de la sensación de orgullo de participar de lo que crece de la tierra -así, podemos preguntarnos, por ejemplo, si es verdad que cada vez somos más ricos-.
Muy pocas veces estamos donde queremos estar por temor a traicionar a ese yo o a ese nosotros del futuro al que o a los que les queremos hacer la vida más fácil. Y, por eso, nos sacrificamos. Trabajamos un poco más si nos dejan, buscamos un curso si tenernos un hueco. La nómina o el curriculum. Hacer algo productivo, porque el ocio y el descanso es un lujo para el que se lo pueda permitir. La alegría es una especie de sacrilegio en los ojos que solo ven desgracia.
La responsabilidad de hacer, elegir y renunciar
El hecho de que hayamos aumentado nuestra velocidad vital, adelgazado el recorrido de estos rituales, perdiendo en muchos casos la costumbre de la paciencia es una amenaza para nuestra salud mental. Hoy contamos con cascos fantásticos, que son capaces de aislarnos totalmente del exterior, pero también con una cantidad de estímulos extraordinaria que actúa como una especie de morfina que nos eleva en un sueño ingrávido.
Lo rápido es, hoy, una opción fácil y tentadora. A nuestro alcance un millón de opciones, desconociendo el hecho de que la variedad a partir de un determinado punto nos vuelve más torpes para tomar decisiones. Nos hace más vulnerables a la publicidad, que explota nuestra falta de recursos para procesar toda la información asociada a un determinado producto. Nuestro cerebro nos motiva a escapar de escaparates que por su magnitud no podemos procesar, saliendo de la situación por una puerta llena de luces y que nos conviene muy poco.
Muy poco de lo que nos pasa es trascendente; lo trascendente que nos sucede sí que forma parte de la vida, de nuestro tiempo. No es una realidad paralela. Siempre hemos querido escapar de algunas situaciones, pero nunca lo hemos tenido tan fácil como ahora. Son tantos los telones con los que podemos cubrirnos. El trabajo, las redes sociales, los estudios, las tareas de casa.
El tiempo no cura, solo nos ofrece la posibilidad de que lo hagamos. Una opción que no pasa precisamente por hacer más pequeñas, aunque creamos abiertas al mundo, las paredes de nuestra existencia. El tiempo no cura, al igual que el fuego, por sí solo, no cocina. Necesita de la mano del hombre, de los dedos y el ingenio de la voluntad. Por eso es tan importante asumir la parcela de responsabilidad que nos toca en el descifrado de nuestro devenir.
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- Véliz, C. R. O., & Buela-Casal, G. (2011). La percepción del tiempo: influencias en la salud física y mental.
- Universitas Psychologica
- 10
- (1), 149-162.