Mal trabajador, pero solo contigo
Creo que todos, en mayor o menor medida, compartimos la opinión de que, al menos en algunos sectores, la cultura de la explotación laboral sigue siendo protagonista. En ella, un mal trabajador no es solo el que rinde poco, sino que en esa definición también entra el que no se ríe con las gracias al jefe, el que protesta por cobrar menos que un compañero que tiene las mismas funciones o, simplemente, quien le cae mal a quien no debe.
Por otro lado, las personas solemos estar suscritas al fenómeno de la profecía autocumplida. Esto se traduce en que, cuando alguien piensa que es un mal trabajador, suele poner los medios para que la realidad respalde su hipótesis.
Por ejemplo, si tienen la opción de hacerlo, poniéndole tareas más complicadas o no echándole una mano en los momentos que pueda necesitarlo o propagando su idea por entre los compañeros para que tampoco lo hagan. “¿Para qué? Si lo mejor es que se marche cuanto antes”. Por eso, hoy quiero compartir mi experiencia con el acoso laboral, por si puede ser útil para alguien que esté pasando por un momento parecido.
Jerarquías de patio de colegio
Con el paso del tiempo y reflexión al respecto, acabas por darte cuenta de que la agresión sigue patrones muy similares, aunque cambie el escenario. Al igual que en clase había un graciosillo que sabía cómo hacerte enfadar sin que se diera cuenta la profesora, en el trabajo pasa un poco lo mismo, salvo porque las técnicas se vuelven un poco más sofisticadas.
En mi caso, se trataba de un compañero. Cuando entré, estábamos al mismo nivel, pero a él ya se le notaba que quería heredar la empresa. Al principio me acogió, me protegió y me enseñó, por lo que mi entrada en la empresa se hizo liviana y positiva. Sin embargo, enseguida empezaron a encenderse las luces de alerta: me pedía que hiciera los procedimientos como él quería y no como decía la jefa, criticaba a todos los que no estaban en nuestro grupo, me hacía favores que luego me recordaba y un largo etcétera.
Con el paso del tiempo, comencé a observar que los demás evitaban relacionarse con mi compañero. No pasaba igual con aquellos que entraban nuevos, pues esta persona siempre era el primero en presentarse y acogerlos.
Un día decidí irme en el tren con una de estas “forasteras”, y que tras un periodo de tensión que yo no acababa de entender pareció darse cuenta de que yo no era mala gente (como él). Ahí empecé a reaccionar, pero también abrí la puerta al acoso.
Sospechas totalmente fundadas
Esta compañera, tras un rato de conversación, me advirtió que esta persona era peligrosa. Que se creaba su “banda” con personas a las que protegía, pero a las que obligaba a pagar un tributo en forma de favor. Hacer partes de su trabajo, quedarse hasta tarde con él para terminar sus tareas, ese tipo de cosas. En cambio, acosaba a todos aquellos que no le seguían el juego, hasta que terminaban por marcharse.
Por aquel entonces yo ya estaba sospechando. Era llamativo cómo este compañero se había encargado de demonizar a todos aquellos que no se sentaban con nosotros en el comedor y cómo, sin saberlo, ya le había sacado yo de algún apuro sacrificando mi propio tiempo y esfuerzo. Además, los jefes tenían una actitud característica hacia él, pues no le mostraban simpatía, pero le dejaban campar a sus anchas porque siempre conseguía los objetivos. El problema era que los conseguía a expensas de todos nosotros.
Además, poco a poco, a través de esta compañera con la que me iba en el tren, me fui enterando de cosas bastante turbias. Una vez le pillaron robando dinero de un compañero por las cámaras de la oficina y fingió un desmayo para librarse. Desde entonces las cámaras no funcionan.
Otro día borró un archivo esencial del proyecto desde el ordenador de otra persona. Otro fue visto rayando el coche de otra. Sin embargo, el verdadero problema llegó justo cuando yo ya estaba empezando a cavar un túnel de salida: un día llegó y nos anunció que comenzaba una nueva era, porque le acababan de ascender. Y, desde luego, tenía razón…
Cuando luchar es peor que huir
La mala suerte hizo coincidir este ascenso con las pequeñas muestras de rechazo que yo le estaba dando en ese momento. Me excusaba para no hacer su trabajo, comencé a relacionarme con el resto de la empresa y a hacer mi trabajo por los métodos habituales. Obviamente, él fue consciente de ello, así que comenzó la campaña de acoso y derribo.
Y, de la noche a la mañana, era un mal trabajador, el peor de todos. Y, extrañamente, yo comencé a fallar. Me ponía tan nervioso con sus constantes críticas que los fallos se multiplicaban, aunque sabía perfectamente que era capaz de hacer mi trabajo.
De pronto, había correos esenciales que no me llegaban, órdenes que cambiaban a cada segundo, rumores sobre mí, comentarios despectivos con sorna que luego se convertían en “era broma, hombre, qué sensible eres”. Cada vez que el supervisor preguntaba quién había sido, él me señalaba.
Me desaparecían bolígrafos, las galletas que guardaba en la taquilla y también aparecía mi nombre completo, con apellidos, en todos los correos que mandaba para quejarse de que algo no funcionaba. El resto de compañeros, cuando procedía, solo eran mencionados con el nombre de pila.
Y el caso es que yo traté de luchar. Sabía que no era un mal trabajador, y, maldita sea, todo el mundo allí sabía quién era el malo. Así que fui a recursos humanos y puse una queja. ¿Y sabéis qué pasó? Que se mandó un correo general, pidiendo por favor que nos comportáramos bien con los demás. Exacto: le mandaron una indirecta.
La retirada del mal trabajador
Yo ya estaba en un punto sin retorno: toda mi vida giraba alrededor de esta persona. Tenía ansiedad por la noche por ir a trabajar, ansiedad durante el trabajo por tener que tratar con él, ansiedad al salir por puro agotamiento. Hablaba de él a todas horas: con mis compañeros, con mi mujer, con mis amigos, con mis padres… Incluso cuando no estaba, era el centro de mi vida. Muchas personas, cansadas de oírme, se alejaron de mí.
En este desenlace hay una parte buena y una mala. La buena es que acabé reaccionando y me fui del trabajo, por lo que conseguí volver a ser yo mismo. La mala fue, precisamente, que me fui sin denunciarle, como muchas otras personas hacen por puro agotamiento. No tenía fuerzas para un solo comentario pasivo-agresivo más, para una bronca infundada, para seguir sintiéndome inútil. Así que me largué de allí.
Ahora entiendo que, aunque gané en tranquilidad, perdí la batalla. Al final, luchar contra el acoso laboral no es tanto darle su merecido a los abusones de patio de colegio, sino empoderar a los acosados. Él lo perpetuó, los demás miraron y yo lo sufrí. Y otros lo sufrirán detrás, porque ninguno hicimos nada.
Solo me queda comprometerme a no volver a mostrarme como una espectadora indiferente y, sobre todo, tener fe en que alguien, detrás de mí, tendrá la valentía de acabar con estos reinos de terror en los que se convierten algunos ambientes de trabajo.
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