¿Por qué vamos a la playa?

¿Por qué vamos a la playa?
Gema Sánchez Cuevas

Revisado y aprobado por la psicóloga Gema Sánchez Cuevas.

Escrito por Equipo Editorial

Última actualización: 06 agosto, 2023

Nos pasamos todo el año suspirando por el momento en el que podremos irnos de vacaciones, porque eso implica no tener un horario fijo para levantarse, ser dueño de cada minuto del día para disfrutarlo como queramos y poder descansar de todo.

En este plan al ver unas hermosas costas de arenas blancas o doradas, bañadas por un mar azul, verde o hasta turquesa, que invitan al descanso y al relax, acunados por una mezcla perfecta de tibieza y frescura, nos decimos: playa, allá vamos.

Pero luego la realidad es muy diferente a las paradisiacas instantáneas con que nos vendieron tal o cual playa en el punto del planeta que sea. Las playas son playas aquí, allá y acullá.

Alguna vez os habéis preguntado: ¿qué tienen de positivo? Como puede ser que disfrutemos cocinándonos lentamente, sufriendo shocks térmicos cada vez que entramos en el agua que por contraste con nuestro cuerpo, siempre está fría o llenándonos alternativamente de ungüentos y de arena, además de que cuanto nos llevemos a la boca, contendrá la ídem.

Por una vez miradlo desde “afuera”. Esto es exactamente lo que sucede…

Como corresponde y haciendo ostensible caso omiso a todas las recomendaciones de que el sol es “malo” a determinadas horas, los turistas llegan a la costa exactamente en el momento en que deberían estar yéndose, pero da igual, están de vacaciones y trajeron protector.

Se paran frente a la ansiada playa y resulta que no hay sitio ni para respirar. Se ve un mar interminable, pero de multicolores sombrillas y sin embargo no desisten sino que enfilan resueltamente con los niños por delante que ya conocen la consigna y de repente gritan: aquí, aquí.

En un minúsculo sitio en el que apenas caben los bártulos mínimos, despliegan toallas, instalan parasol, mesilla, sillitas, nevera y se proponen pasar un día increíble. No importa que el espacio sea pequeño, de a poco irán ganándoles terreno a los de al lado, sobre todo si no tienen niños y/o perdieron la paciencia de soportarlos.

Mientras la madre se dedica diligentemente a embadurnar a todo el que se le pone delante con un líquido blanco, pegajoso y de penetrante olor, que más parece plástico que otra cosa (que en definitiva es lo que es: un tipo de plástico), el padre infla a puro pulmón los elementos de flotabilidad: el aro, el delfín, la colchoneta, los manguitos si hay peques, etc.

Cuando todo está listo para meterse en el mar de una vez, surge el dilema de quién se queda cuidando los petates, porque la cosa está muy chunga y no se puede confiar en nadie; finalmente tras un rato de discusiones, se forman los turnos para ir al agua.

Ya a estas alturas, todos están pringados de arena hasta en sitios absolutamente recónditos y donde no es normal que haya nada, ni pelusas siquiera, pero allí está esa intrusa impenitente.

Al salir del agua hay que enjuagarse inmediatamente, jamás entendí porqué ya que en mis tiempos las abuelas te decían que dejarse el salitre en la piel era sano, pero las cosas han cambiado mucho; así que se marcha en fila india y se hace la cola correspondiente ante el grifo o la ducha.

Ya más fresquitos, la mamá los vuelve a untar a todos con el súper protector 53,42 con filtros UV, gamma y anti radiación que huele a coco y plátano y les despierta el apetito a los más pequeños, que comienzan a arrasar cual marabuntas con cuanta provisión se les pone por delante.

Y los mayores se tientan ante la voracidad de los nenes y les siguen el tren, con lo que en un par de días se cargarán de un plumazo los magros resultados conseguidos en los tres o cuatro meses de hambruna y sufrimiento que duró la “operación bikini”.

Esta rutina se repite durante varias horas, con el agregado de las infaltables peleas entre los críos con el consiguiente reparto de collejas, las caminatas por la orilla y la obligada socialización con algún vecino al que hay que al menos avisarle para no desencajarle la mandíbula cada vez que van a abrir una latita de cerveza.

Al final de la jornada, regresan al hogar, al hotel, al campamento o donde toque pernoctar, molidos de cansancio, oliendo a una mezcla extraña de protector, comida, arena, salitre y quien sabe que más, tienen arena en sitios impensables y han perdido una toalla y la palita azul que era la preferida del nene.

Pero incapaces de escarmentar y de hacer auto análisis, se dan una ducha, comen cualquier cosa y con poca ropa encima, porque a pesar del súper protector se quemaron hasta las pestañas, se acuestan satisfechos y pensando: que bien nos lo hemos pasado, mañana vamos otra vez.


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