Se vale estar triste a veces, se vale estar rotos de vez en cuando
Se vale estar triste a veces, se vale estar rotos de vez en cuando. No es necesario que seamos las personas alegres que todos quieren, ni esos que siempre sonríen y tienen ganas de hablar con los demás.
Es válido que dejemos que el corazón llore hasta secarse. Es humano, es real. Lo contrario obedece a la tiranía del optimismo excesivo, promueve la represión emocional, el encierro de uno mismo, el secuestro de nuestras vivencias.
Abrazar la vida, ser conscientes de que nuestras emociones negativas no tienen que ser, por definición, insanas. Que la tristeza, el enfado y la frustración nos ayudan a caminar, a enfrentarnos a lo que nos duele, a hacer una búsqueda de nuestro sentido de la realidad.
La importancia de validar la vida
Lo anteriormente escrito define la vida, la normalidad. No todo es de color de rosa ni todo nos hace sentir estupendos y mantener la sonrisa en el rostro. Es importante incidir en este aspecto, educar nuestros pensamientos y comportamientos de manera conjunta a nuestras emociones.
Aquellos días en los que no conseguimos levantarnos de la cama, que todo nos viene grande y que parece que el camino que labramos comienza a hundirse, esos días, son fantásticos para reflexionar y no venirnos abajo y no dejar que crezcan nuestros demonios.
Es esencial que nos demos cuenta de que rompernos es un derecho y parte del proceso. Una etapa de cada uno de esos “microduelos” necesarios para elaborar y recomponer el mundo a nuestro gusto. Manifestaciones que, por otro lado, nos dicen que estamos vivos, que no es bueno que sigamos por ese lado o que hay algo que está cambiando.
Así, la profundidad psicológica por la que se caracterizan los malos momentos revierte automáticamente en cambios de pensamientos, emociones y comportamientos. Dependerá de esa gestión que hacemos del malestar, o sea del permiso que nos damos, que podamos soltar gran parte de la carga que nos aprisiona.
En este sentido viene bien traer a colación el proceso de muda de la piel de las serpientes. Cuando la serpiente tiene que desprenderse de su piel vieja, escoge transitar por dos piedras próximas que le aprieten, le rasquen y le ayuden a eliminar su piel. Ese tránsito le provoca dolor, pero le ayuda a deshacerse de lo viejo para dar lugar a lo nuevo.
Es el final de un proceso y el inicio de otro. Y, en ese tránsito, inevitablemente sufrimos. Si nos resistimos a atravesarlo, la angustia se incrementa, pues no soltamos lo que ya no nos aporta, lo que no necesitamos, ni damos espacio a lo que quiere nacer. La liberación viene, pues, del aprendizaje que subyace a esa rotura.
Sentir que nuestro interior se resquebraja nos hace plantearnos cuestiones que antes ni siquiera contemplábamos. Ahí redunda uno de los grandes beneficios, el cual solo podemos apreciar si abrazamos la presencia de “los demonios” que nos atormentan día tras día por el mal concepto que tenemos de ellos.
Así, resulta curioso cómo nos desnudamos cuando más frío hace, como rasgamos nuestras vestiduras en nuestra búsqueda de una felicidad que nunca llega porque, en sí misma, la tenemos mal conceptualizada. Somos de extremos y, por lo tanto, no nos permitimos más que el fuego abrasador y el frío intenso. Ahí radica el problema.
Si abrazamos nuestras emociones y les damos la mano a través de los pensamientos y de los comportamientos, tomaremos una decisión que fundamentará nuestro crecimiento toda la vida. ¿Qué decisión? La de respetarnos, aprender de nosotros mismos y seguir caminando con el calzado adecuado sea cual sea el sendero.