Quisiera aullar y desahogar todo lo que he callado
A veces, quisiéramos correr como lobos y encaramarnos a la montaña más alta para poder aullar y contarle a la luna todo lo callado, todo lo escondido y jamás dicho en voz alta. Quizás podamos hacerlo pronto, cuando la indecisión, las apariencias y el miedo al “qué dirán” no sean más que una molesta bruma que escampar.
Vivimos en una cultura que se resiste a la emoción, todos lo sabemos. Tanto es así, que cuando un niño cumple cinco años empieza ya a desarrollar ciertos mecanismos de represión: contendrá las lágrimas, se guardará ciertas palabras y bajará el rostro, cumpliendo así parte de esos mandatos tan habituales en el mundo de los adultos, a saber: “no llores, no digas, no expreses”.
“La mitad del mundo tiene algo que decir, pero guarda silencio. La otra mitad no tiene que decir pero no calla”
-Robert Lee Frost-
Iniciarse desde bien temprano en “la cultura de las emociones prisioneras” no tiene una única consecuencia. No solo supone llegar a la madurez siendo un esclavo de los silencios y las verdades engullidas. A menudo, al niño que se le entrena en el aprendizaje de la emoción soterrada, acaba encontrando múltiples sumideros a trasvés de los que expresar lo escondido, canales por donde emerge a menudo la agresividad, la rabia o el desafío constante.
Decía Sigmund Freud que la mente es como un iceberg. Solo la séptima parte de ella emerge fuera del agua, el resto, yace soterrado, sumergido en un universo helado donde habita todo lo callado, lo reprimido y todas las palabras que hemos elegido reservar al silencio por miedo a las consecuencias de nuestras complejas esferas públicas.
Te proponemos reflexionar sobre ello.
Somos funambulistas de nuestras cuerdas flojas
Seguro que en más de una ocasión, cuando un conocido nos ha preguntado aquello de “¿Te ocurre algo? No tienes buena cara”, hemos respondido con un apresurado “No, no. Estoy bien. Todo va bien”. Con esa frase sellamos una retirada a tiempo, utilizando un formalismo común que todo el mundo practica: el de las falsas apariencias. Porque a nadie le importa que nuestras partes rotas se sostengan en un hilo, porque entendemos que el dolor emocional es para los rincones privados y casi descarnados de uno mismo.
No obstante, el verdadero problema nace muchas veces de nuestra incapacidad para desahogarnos ante las personas que nos son verdaderamente significativas. No lo hacemos porque pensamos que “exhibir” el dolor, la molestia o la inquietud supone perder nuestro poder personal.
De algún modo, el revelarle a nuestra pareja o familia que no somos felices, por determinadas circunstancias o por hechos muy concretos, hace que desarrollemos cierta “codependencia”; es decir, nos sentimos más responsables por cómo reaccionen los demás ante este hecho en concreto, que de nuestras propias circunstancias.
Atribuirle más valor a la posible reacción ajena que al problema de base hace que optemos por dejar las cosas como están. Hemos callado durante tanto tiempo que aguantar un poco más, a nuestro parecer, no importa. Normalizamos el sufrimiento como quien se toma un simple analgésico para una herida traumática o como quién ofrece agua a un ahogado.
No es lo conveniente. Nadie es un eterno funambulista de sus propias cuerdas flojas, porque tarde o temprano esa cuerda se romperá y acabaremos cayendo. Lógicamente, cuanto más alto hayamos escalado en esta dinámica, el golpe y las consecuencias serán mayores.
Eres todo lo que has callado, pero mereces ser libre
Este dato es curioso y vale la pena recordarlo: cuando algo nos desagrada, nos hace daño o nos molesta, como una palabra de agudo desprecio, el cerebro tarda apenas 100 milisegundos en reaccionar emocionalmente. Más tarde, en apenas 600 milisegundos registrará esa emoción en nuestra corteza cerebral.
“A veces no basta solo con decir la verdad: es conveniente mostrar la causa de la falsedad”
-Aristóteles-
Para cuando nos digamos a nosotros mismos aquello de “no me afecta lo que he escuchado, voy a hacer como si no me importara”, ya será tarde, porque nuestros mecanismos cerebrales ya han codificado ese impacto emocional. Intentar registrarlo de otro modo es engañarnos a nosotros mismos, es consumir una energía inútil y unos recursos que deberíamos invertir en otras estrategias.
Nos han enseñado durante mucho tiempo que demostrar nuestras auténticas emociones es malo, que quien dice la verdad agrede y que siempre será mejor hacer uso de una mentira sutil antes que poner en voz alta una amarga verdad. No es cierto. Se puede ser asertivo sin ser agresivo. Es más, sería bueno que empezáramos a cambiar la clásica idea de que la emoción es lo opuesto a la razón, porque tampoco es cierto.
Permitirnos experimentar plenamente los sentimientos nos ayuda muchas veces a entender nuestras necesidades. Ofrece luz a muchos vacíos de pensamiento donde a menudo, los llenamos de falsas ideas: “si aguanto un poco más, las cosas pueden mejorar”, “seguro que no sentía lo que me ha dicho, mejor hago como si nada”. Entender, escuchar y sentir en plenitud nuestras emociones es una necesidad vital que practicar cada día.
Debemos iniciarnos en el arte de la asertividad, en el sano ejercicio del “yo siento-yo merezco”. Debemos aullar a la luna, a la noche y al día todo lo que somos, lo que necesitamos y lo que valemos. Ya basta de priorizar en cada momento y a cada segundo las emociones ajenas a las propias. Es momento de vivir sin miedo.