
¿Qué pasa cuando la vida no te ofrece lo que tú deseabas? ¿Qué haces cuando el destino en lugar de un triunfo te trae una decepción? Lo que muchos acabamos haciendo es reorientar nuestro camino con lo que tenemos para…
El sentido de la vida no siempre se experimenta estando enamorado ni a través de una pasión… que tal como viene, en ocasiones se va. Es a través de un corazón en calma y un interior tranquilo desde donde se aprecian mucho mejor los tesoros que nos envuelven, así como esas fortalezas dormidas de las que todo disponemos y que aún no hemos logrado desarrollar o incluso apreciar.
Algo que comentan muchos filósofos y también algún que otro psicólogo especializado, sobre todo en logoterapia, es que resulta muy complicado hallar nuestros propósitos personales en medio de la cultura que nos rodea. Recibimos tantos estímulos de tantas fuentes y en un mismo momento, que resulta muy complicado poner filtros a toda esta intoxicación para poder escuchar nuestra propia voz, el rumor de nuestro auténtico ser.
«La finalidad de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente, gozosa, ebria, serena, divinamente consciente».
-Henry Miller-
Cuenta Adam Steltzner, el científico de la NASA que diseñó el Curiosity, y que llevó a cabo con éxito el aterrizaje de este vehículo móvil en el suelo de Marte, que en ningún momento de su infancia y primera juventud, pensó que iba a dedicar su vida a semejante proyecto. En realidad, él iba para cantante de rock. Tenía su propio grupo, hacía conciertos y ni siquiera tenía interés en ir a la universidad como el resto de sus compañeros.
Ahora bien, todo cambio una noche. Volvía a casa tras un ensayo, caminaba solo por la calle y el cielo no podía estar más despejado. Silencio y calma. Fue entonces cuando miró hacia arriba y quedó como hipnotizado al ver las estrellas; en concreto, la constelación de Orión. Se quedó allí durante más de media hora fascinado. Ahí estaba él, alguien acostumbrado al sonido, a la música y al bullicio, encontrando de pronto el sentido de la vida en medio del silencio.
Unos meses después se matriculó en la universidad para ser físico. Su aventura personal no había hecho más que empezar…
A veces, tenemos la clara sensación de ser como una hoja llevada por el curso de un río. Apenas tenemos tiempo de deleitarnos de aquello que nos envuelve. No podemos permitirnos que la brisa del viento nos eleve unos segundos para tener una mejor perspectiva de lo que nos rodea, ilusiona o atemoriza. Incluso de lo irrelevante.
Nuestra cultura, nuestra educación e incluso la propia sociedad incentivan a aquellos que nos hacen prisioneros, nuestros propios hábitos. Algunos nos hasta nos hemos vuelto adictos de las recompensas inmediatas, a los placeres fugaces… Queremos de todo y al mismo tiempo nos sentimos vacíos, queremos ser únicos y especiales, pero al mismo tiempo anhelamos los rasgos o las pertenencias que vemos en la persona a la que miramos.
Complicado hallar el sentido de la vida en medio de esta dinámica irreflexiva y al mismo tiempo insatisfactoria. Así, y como curiosidad, cabe recordar lo que Friedrich Nietzsche nos dijo al respecto de este problema: para encontrar la meta de nuestra existencia debemos ser capaces de ver, pensar y hablar con calma. Son los tres principios que el filósofo definió como aquello que erige a la cultura aristocrática.
En el «Crepúsculo de los ídolos», Nietzsche explicaba que todo educador debía tener una meta en su labor: sentar las bases de la llamada cultura aristocrática. Ahora bien, lejos de relacionar este ideal o propósito con las clases más elevadas, lo que buscaba el célebre filósofo alemán era capacitar a todas las nuevas generaciones en un modo de pensar más refinado y exigente. Lograr que cada persona hiciera de su vida una auténtica obra de arte.
Para ello recomendaba a los educadores que focalizaran su labor en tres ejes muy concretos:
Así, todos aquellos que integren estas capacidades en su ser, quien logre ver, mirar y hablar con calma y paciencia, tarde o temprano hallará el sentido de la vida, el que más le defina, el que mejor se ajuste a su identidad.
Para encontrar el sentido de la vida no hay que viajar al Tíbet. No hay que dar la vuelta al mundo con una mochila a la espalda y haciendo auto-stop. Ganaremos en experiencias, no hay duda, pero lo más probable es que no demos con las respuestas que necesitamos. Como decía Hakuin, un poeta japonés del siglo XII, cuando uno no sabe dónde está la verdad, comete el error de ir a buscarla lo más lejos posible. Cuando en realidad, el secreto a todas sus dudas se halla en su propio interior.
Por tanto, no necesitamos desgastar las suelas de nuestros zapatos para tener un sentido de la vida propio. Se trata solo de crear un espacio mental donde favorecer la auto-reflexión. ¿Cómo lograrlo entonces? Las siguientes claves pueden ayudarnos.
Para concluir señalar solo que nuestros propósitos vitales suelen cambiar en diversas ocasiones a lo largo de nuestra existencia. Es algo normal y hasta deseable, porque responde a nuestro propio movimiento, a ese crecimiento humano donde a medida que vamos consiguiendo y descubriendo cosas, alimentamos nuevas aspiraciones, nuevas metas.
Al fin y al cabo, la vida es movimiento, y si sabemos escuchar nuestro interior con la calma que merece, hallaremos siempre las respuestas que necesitamos.