«La sustancia», una crítica impactante a los cánones de belleza
Hay conceptos psicosociales que, al abordarse a través de la óptica del terror y la ciencia ficción, consiguen un mayor impacto en la psique del espectador. Si hace unas décadas figuras como David Cronenberg o David Lynch fueron dos notables adalides en esta materia, en la actualidad debemos hacerle hueco a una figura emergente: Coralie Fargeat, la directora francesa de la película La sustancia (2024).
Esta es una producción revulsiva pero necesaria sobre la imagen femenina. Su juego audiovisual trasciende lo ordinario para adentrarse en lo grotesco con un único propósito: servirnos de espejo e incomodarnos. Somos esa cultura que ha construido una narrativa tiránica sobre el concepto de la belleza. Y el efecto sobre la salud mental —en especial en las mujeres— es inmenso.
El fluido de la juventud eterna
No es casualidad que en las últimas semanas las redes sociales se hayan llenado de imágenes, opiniones y memes sobre La sustancia. Atrae por las poderosas presencias de sus protagonistas: Margaret Qualley y la excepcional Demi Moore, en uno de los mejores papeles de su carrera. También es llamativa la original manera de satirizar el descarnado mundo del espectáculo y el «submundo» de la industria farmacéutica.
Moore asume el papel de Elisabeth Sparkle, una mujer que ha construido su identidad a través de las miradas del público. Primero fue una gran estrella de Hollywood y, ahora, a sus 50 años, convertida en instructora de fitness televisiva, ve su carrera truncada por un inesperado despido. Harvey, un histriónico y caricaturesco ejecutivo (Dennis Quaid) rescinde su contrato porque ya «no es digna de ser vista».
La sociedad de los espejos
Vivimos en una sociedad donde la imagen ejerce un poder tiránico. En La sustancia los espejos dominan por completo el mundo de Elisabeth. Para nosotros su reflejo es el de una mujer espléndida. Sin embargo, en el deconstruido universo interno del personaje, habita solo la devastadora sensación de vacío y de pérdida: ya no queda nada de ese yo del ayer joven, perfecto y tonificado.
Lo que la directora nos narra a través de su protagonista es un tropo que no nos es ajeno en absoluto. Una parte significativa de las mujeres edifica su autoestima a través de las miradas externas. Es el contexto lo que nutre sus identidades, el entorno las valida o, por contra, las devalúa. El ojo que juzga tiene más poder que el propio yo, incapaz de imponerse a una cultura que distorsiona identidades.
Obsolescencia de la belleza femenina
Envejecer, sortear los cincuenta o alcanzar la menopausia es casi un error de ortografía en nuestra sociedad. El personaje de Elisabeth así lo siente, y busca a la desesperada corregir ese «fallo» biológico para recuperar su poder mediático. De este modo, en su periplo personal, descubre una opción tan inquietante como llamativa: una droga que promete sintetizar una «mejor versión de sí misma».
Ahora bien, al igual que sucedía en Gremlins, esa sustancia clínica llega acompañada de una serie de reglas muy estrictas que deben cumplirse a rajatabla. Su protagonista no lo duda y, tras inyectarse el suero verde, «da a luz» a través de su columna vertebral a una nueva yo rejuvenecida, a una bellísima alter ego llamada Sue (Margaret Qualley), lista para ser su sustituta en los platós de televisión.
La juventud como fetiche del éxito
Sue es la definición misma del canon de belleza femenino. Los ejecutivos la venden como ese fetiche ideal capaz de aumentar la audiencia con su ropa deportiva de neón rosa, sus grandes ojos azules, sonrisa pícara y cuerpo perfecto. Es aquí donde la parábola sobre la violencia de los cánones de belleza se vuelve más patente.
La droga solo dura una semana. Hay un macabro pacto fáustico: Sue debe volver al cuerpo del que salió pasado ese tiempo, y a la inversa. Sin embargo, dicho equilibrio simbiótico se rompe cuando esa versión más joven, hambrienta de éxito, retrasa el retorno. La consecuencia no tarda en aparecer. Elisabeth, a modo de Dorian Gray, se va transformando en una criatura decrépita y terrorífica.
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Una incisiva parábola sobre el «yo ideal» frente al «yo real»
La sustancia nos puede parecer una producción grotesca y hasta gore sobre la tiranía de la juventud y la belleza. Pero esta película es una metáfora de un producto que muchas mujeres sueñan con probar: Ozempic. La supuesta «cura» para la obesidad aspira a ser la solución para que muchas recuperen su autoestima y, como en la película, surja «una mejor versión de sí mismas (yo ideal)».
Pensemos que ninguna niña llega a este mundo odiando su cuerpo. Hemos creado una sociedad que enseña a las mujeres a detestar a su «yo real» cuando no cumplen ciertos ideales estéticos o de juventud. Estas imposiciones tienen un grave efecto en la salud mental. Casi sin darnos cuenta, nos convertimos en esa Elisabeth mirándose al espejo y aplicándose lápiz labial en la mejilla en un gesto de rabia y autodesprecio.