La violencia se aprende… y también se puede desaprender
Desde que comenzaron a estudiarse los fenómenos violentos en las ciencias humanas, a mediados del siglo XX, hay una pregunta que ha rondado todas las investigaciones al respecto: ¿es la violencia humana algo instintivo o se aprende? Al respecto han surgido multitud de hipótesis. Sin embargo, hay algo muy claro: todas las culturas, en todas las épocas, han manifestado comportamientos agresivos.
La preocupación en torno a este tema se ha incrementado desde hace algunas décadas. Las guerras mundiales demostraron que la capacidad de los seres humanos de hacerse daño los unos a los otros no tenía límite. Esos y muchos otros hechos nos han llevado a vernos, inclusive, con miedo a nosotros mismos.
“La violencia es el miedo a los ideales de los demás”.
-Mahatma Gandhi-
Quizás debido a esos episodios históricos, el concepto de agresividad adoptó una connotación completamente negativa. No siempre fue así. De hecho, sin la capacidad de agredir o responder a las agresiones no habríamos logrado sobrevivir como especie. Sin embargo, el ser humano ha llevado la violencia demasiado lejos y eso es lo que genera inquietud.
La agresividad y la violencia, dos conceptos diferentes
A veces se piensa que la agresividad y la violencia son dos realidades iguales, pero no es así. La agresividad hace parte de nuestro equipo instintivo. Nacemos con ella y tenemos su marca impresa fisiológicamente. Implica una serie de procesos físicos y químicos que se ponen en marcha de manera automática, sin que seamos conscientes de ello.
La agresividad es biológica. Nos sirve para entrar en estado de alerta en caso de peligro . También para defendernos en caso de que sea necesario y para adaptarnos al entorno. Es normal y saludable que, por ejemplo, reaccionemos agresivamente si alguien intenta empujarnos para que caigamos. Nuestro instinto de supervivencia hace que frente a esta amenaza respondamos con gestos o acciones agresivas.
La violencia, en cambio, es cultural. Corresponde a todos esos comportamientos destinados a hacerle daño a otro, por razones diferentes a la preservación objetiva de nuestra integridad. Solo la especie humana tiene comportamientos violentos, ningún otro animal incurre en este tipo de conductas.
La violencia, por tanto, es aprendida. La agresividad es instintiva, pero lo violento es simbólico. Esto quiere decir que venimos al mundo con herramientas innatas para responder agresivamente, cuando sea necesario preservar la vida y la integridad. Pero el deseo y la tendencia a hacer daño a otros por razones distintas, se inculca, se enseña. Lo bueno es que también se puede desaprender.
El aprendizaje y el desaprendizaje de la violencia
Casi todas las personas violentas justifican su comportamiento con alguna falsa razón. La mayoría argumentan que hace daño a otros para defenderse, o para enseñar o inculcar algo positivo. También es frecuente que se culpe a la víctima de incitar esa violencia contra ella. Y no es raro que se invoquen principios superiores, bien sea de orden religioso o político.
Detrás de esas falacias hay complejas construcciones ideológicas, también falaces. La violencia es primero simbólica (cultural) y luego física. Por ejemplo, para esclavizar a los negros en todo el mundo, se argumentó primero que no tenían alma. Se elaboró todo un catálogo respecto a sus comportamientos inferiores y viciosos. De este modo, la violencia física contra ellos ya estaba justificada. Lo mismo pasó con las mujeres, los indígenas y ocurre ahora con los animales.
Se supone que la violencia “en legítima defensa” puede ser admitida. Sin embargo, son muchos los casos en la historia en que esa defensa se sustenta en una amenaza inexistente. En varios libros sagrados se dice que la mujer es la perdición de los hombres. Así mismo, en muchas guerras sagradas cada bando opone su dios al del otro y borrarlo de la faz de la Tierra es una misión loable. Y en diferentes situaciones cotidianas se descalifica simbólicamente al otro para sentar las bases que permitan violentarlo con total “convicción”.
Lo violento, entonces, o se erradica de la mente o no se erradica. Se pueden silenciar los fusiles o detener los golpes. Pero si no se ve al otro como un semejante digno, la violencia volverá. Puede que adopte una forma no física, como la crítica mordaz, la burla o la indiferencia de hielo, pero aún así sigue siendo violencia. No hay que temer a los sentimientos agresivos, porque forman parte de nuestra defensa vital. Sí, hay que poner distancia con los impulsos violentos que, como todos lo sabemos, solo engendran injusticia y más violencia.
Imágenes cortesía de Ashley Mackenzie