Rasputín, la decadencia de los Romanov

Seguramente el personaje más enigmático de la, ya de por sÍ enigmática, Rusia de inicios del XX fue Rasputín. Auténtico paradigma de su tiempo, y síntoma de la enfermedad que arrastraba una empequeñecida dinastía Romanov, antaño gloriosa.
Rasputín, la decadencia de los Romanov
Juan Fernández

Escrito y verificado por el historiador Juan Fernández.

Última actualización: 01 abril, 2019

“Solo mientras yo viva la dinastía pervivirá”, estas palabras fueron pronunciadas por Grigori Yefímovich, Rasputín, a la zarina de todas las Rusias, Alejandra Fiódorovna. De todas las mágicas habilidades que alguna vez se atribuyó, o que el pueblo ruso rumoreó que poseía, parecería que el don de la premonición sería la mejor demostrada.

En marzo de 1917, dos meses después de la muerte de Rasputín, el zar Nicolás es obligado a abdicar, poniendo fin a la dinastía Romanov tras 300 años en el poder y dando comienzo a lo que en ese mismo octubre desembocaría en el proceso que llevaría a la formación de la URSS.

Conocido como una figura histórica misteriosa, el protagonista de una canción de culto de la música disco o quizá el villano más terrorífico del cine animado, lo cierto es que Rasputín es uno de esos personajes que parecen representar a la perfección su propio tiempo. Su historia es la de una Rusia decadente que se resiste a entrar en el siglo XX junto a sus países vecinos.

Inicios humildes

La Comisión Extraordinaria que estudió los últimos años de los Romanov quedó, sin duda, sorprendida por los orígenes de Rasputín.

Nacido a 300 kilómetros de los montes Urales, en la profunda Siberia, su vida no fue distinta de la de sus parroquianos hasta los 28 años. Casado y con cinco hijos, si acaso destacaba por sus borracheras, hurtos y líos de faldas, valiéndole el mote de rasputarasputnik, depravado.

Rasputín

La conversión de Rasputín

Él mismo relató cómo, mientras recibió impertérrito una paliza por robar caballos, tuvo lugar su iluminación. A la manera de los peregrinos rusos, comenzó a recorrer los santuarios ortodoxos de toda Rusia, llegando hasta el monte Athos en Grecia.

Abandonó la bebida, la carne y los dulces. Pero también alternó con profetas, magos o santeros, alejados de la ortodoxia, en una Rusia rural y supersticiosa. Conoció sectas ascetas que predicaban misterios bíblicos, al mismo tiempo que alababan la flagelación corporal o invitaban a las orgías sexuales seguidas de arrepentimiento.

Rusia se hallaba sumida en una crisis espiritual, social, política y de identidad. Tras la derrota frente a Japón e influida por la extrema pobreza, estaba dispuesta a entregarse a los brazos de quien más prometiese.

La Corte de San Petesburgo

La casa gobernante, los Romanov, y su cabeza, Nicolás II, no eran distintos a su pueblo. Con un heredero débil y enfermizo, el zarevich Alexis, su desesperación con no continuar la dinastía les empujó a los brazos de un embaucador.

Nicolás II estaba obsesionado con haber nacido el mismo día que el bíblico Job, víctima de desgracias, y creía que no lograría alcanzar los 300 años de los Romanov al mando de Rusia. Creyendo que Rasputín era la reencarnación de un mago que previamente les había engañado y viéndolo un mensajero del pueblo llano, no tardaron en introducirlo en la Corte.

Pero Rasputín no era el mago o el santo que esperaban, si bien parecía saber tratar a Alexis, no tardó en reanudar sus vicios pasados. Tomó un férreo control del poder político, llegando a deshacerse del mismo primo del zar, el duque Nicolás. Manipuló también la cumbre de la Iglesia Ortodoxa rusa, plegada a las intenciones de zar.

Su mirada enigmática y su aspecto ascético no lograron enmascarar mucho tiempo sus perversiones sexuales, violaciones o nepotismo. Frente a la continua ceguera de los Romanov, crecieron las intrigas palaciegas.

Rostro de Rasputín

El trágico final de Rasputín

“Solo mientras yo viva la dinastía pervivirá”.

-Grigori Yefimovich, Rasputín-

La enemistad hacia el profeta se volvió habitual, logró enfrentarse a la Iglesia, el Ejército, la aristocracia y la burguesía. Solo la zarina, y cada vez menos el zar, protegían a Rasputín. Las acusaciones comenzaban en beodo o afín a los prostíbulos, lo cual era probable, y concluían en “encarnación de Satanás”, ciertamente indemostrable. Incluso diputados monárquicos como Vladimir Purishkévich atacaban a Rasputín y, por asociación, a la monarca.

El 17 de diciembre de 1917, el príncipe Félix Yusúpov, el duque Dimitri Pávlovich y otros se confabularon para matarlo. En una reunión trataron de envenenarlo con cianuro, a lo que sobrevivió, dispararle a bocajarro y arrojarlo al río Neva.

En su cadáver se advirtió resistencia hasta el final. Las habladurías y la tragedia de los Romanov acompañaron a su cadáver y a su tumba, varias veces profanada. La decisión final fue incinerarlo y rodeado por llamas y misterio, hay quien vio su cuerpo inerte levitar.

Tan unida estuvo la familia Yefímovich a la tragedia de los Romanov que, además de su caída en desgracia a los pocos meses de la muerte de Rasputín, su hija terminaría la labor. María Rasputín contaba con la confianza de la familia de Nicolás II y la utilizó junto a su marido para huir con las joyas reales de una familia desahuciada y al borde de la ejecución.


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  • Massie, Robert (2004) Nicolás y Alejandra, El amor y la muerte en la Rusia Imperial, Ediciones B.
  • Radzinsky, Edvard (2003) Rasputín, Crítica.

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