Trastorno mental: una perversa visión social
El trabajo de los psicólogos ha sido atacado en muchas ocasiones y desde innumerables frentes -a nuestro pesar, no siempre de manera injusta-. Ha sufrido por los mitos populares, los chascarrillos de taberna, los debates internos, las diferentes corrientes, el desconocimiento o la osadía de quienes han anunciado sabiduría sin conocimiento; eso, por no hablar del intrusismo laboral, la reproducción de modelos o una gran pereza por asentar unas bases metodológicas fuertes antes de dar paso a una investigación.
Esta problemática no ha tenido consecuencias banales: han incidido directamente sobre el concepto social de trastorno mental y sobre todos aquellos que han padecido uno.
Además, en psicología se da la falsa paradoja del aprendizaje por afectación. A ningún amigo se le ocurriría, sin haber estudiado medicina, ponerse a operar una apendicitis, por mucho que un día la padeciera. Sin embargo, no son pocos los que escriben sobre la depresión, validando su discurso o recetario sobre el sufrimiento que un día ellos consiguieron dejar atrás. Incluso creen que un modelo, para ellos lógico, contraído a partir de experiencias personales, es perfectamente extrapolable a todo el mundo. Tú lo que tienes que hacer es… (añadan lo que quieran).
Una tentación aquello de completar la frase…
Una mirada diferente a la psicología
Hasta hace no mucho, se consideraba que aquellos que acudían al buscar el consejo de un amigo eran normales y aquellos que llamaban a la puerta del psicólogo estaban locos. Las consultas, los diagnósticos y las intervenciones se escondían como el polvo, debajo de la alfombra, cuando llegaban la visitas. El temor asociado a la confesión era el del rechazo, el de pasar a ser el centro de las habladurías del barrio -en moderno: de las redes sociales o grupos de mensajería-.
Afortunadamente, esto está cambiando y el profesional cada día parece más cerca de la calle. La salud mental ya no solo es una garantía de éxito profesional -aquello de la inteligencia emocional o la capacidad para retrasar recompensas como predictores de éxito- sino que va más allá, es una fuente de bienestar. De encontrarnos y sentirnos bien. Una inversión, igual que lo hacemos en nuestro cuerpo, en el plano más físico, haciendo deporte o cuidando nuestra alimentación.
Los que han padecido este tiempo de oscuridad para la psicología, los principales afectados, han sido las personas con un trastorno mental. Pongamos un ejemplo, lo vamos a entender mejor. No es original, lo he tomado de un diálogo de la novela de Lousie Penny titulada Naturaleza Muerta -muy recomendable para todo lector amante de las novelas de misterio y que dentro del género disfrute de historias en los que personajes están ahí para algo más que para ser sospechosos-.
El primer párrafo reza así:
-Hace unos cuantos años, yo era psicóloga en Montreal. La mayoría de la gente llamaba a mi puerta porque había sufrido una crisis, y la mayor parte de estas crisis se reducían a una pérdida: pérdida de un matrimonio, o de una relación importante, pérdida de seguridad; un trabajo, un hogar, un padre o una madre. Había algo que los impulsaba a pedir ayuda y a mirar en su interior. Y, a menudo el detonante era el cambio o la pérdida.
-¿Son lo mismo?
-Pueden ser lo mismo para alguien que no tiene facilidad para adaptarse.
Recojo este testimonio de esta psicóloga literaria porque refleja en buena medida la percepción social superficial. Digo superficial porque el denominador común, el impulso de pedir ayuda no nace de la pérdida, sino del sufrimiento.
Un sufrimiento que, por un lado, no es exclusivo de aquellos que no tienen facilidad para adaptarse; por otro, el uso de un recurso, como es en sí la consulta a un psicólogo, es un signo de adaptación en la mayoría de los casos.
El paciente como culpable de su trastorno mental
El diálogo sigue y llega justo al punto más interesante y peligroso. La psicóloga/librera de la novela dice: “Después de pasarme veinticinco años escuchando sus quejas, al final me cerré. Una mañana me levanté y vi algo que no encajaba en un cliente de cuarenta y cinco años y que actuaba como si tuviera dieciséis.
Todas las semanas venía con los mismos lamentos: “Alguien me ha hecho daño, la vida no es justa, no es culpa mía”. Estuve tres años proponiéndole cosas y durante todo este tiempo él no hizo nada. Entonces, aquel día, mientras lo escuchaba, lo entendí de repente: no cambiaba porque no quería, no tenía ninguna intención de hacerlo. Íbamos a seguir escenificando la misma farsa durante otros veinte años. Y en aquel instante me di cuenta de que la mayoría de mis clientes eran exactamente iguales”.
En estas líneas comete un error en referencia a los trastornos mentales que en buena medida sigue presente como mito. La premisa de que quien no encuentra alivio -cura- para un trastorno mental es por ausencia de deseo o voluntad. Porque las ganancias secundarias de la situación en la que se encuentra son tan poderosas como para hacer fracasar cualquier intento de intervención. Dicho de otra manera, el sufrimiento no llega a alcanzar tal grado como para que el paciente/cliente/persona se plantee -invierta esfuerzos en…- adoptar cambios que harían sus costumbres/hábitos/dinámicas más adaptativas.
Hablamos de una conceptualización del trastorno mental muy peligrosa; ya sea por omisión o comisión, esta manera de ver la realidad termina encontrando como culpable al paciente/cliente/persona de su no recuperación. De esta manera, al ser culpable/responsable no sería merecedor de la atención que pudiera merecer de su entorno o de los recursos que pudiera poner a su disposición el sistema.
“Cuando quiera…, ya cambiará”, piensa más de uno. Quizás una de las frases más perversas.