Cuando la culpa se transforma en una sombra muy pesada
La culpa es el precio que pagamos por pertenecer a lo que llamamos civilización. Aunque ningún catálogo moral ha logrado erradicar los comportamientos destructivos, sí han conseguido moderarlos y refrenarlos. Sin esos mandamientos morales y sin la culpa que origina el transgredirlos, básicamente no seríamos capaces de construir sociedades estables.
Necesitamos de la culpa para saber que existen límites y q ue no es posible hacer lo que a bien tengamos, sin que haya consecuencias. Este sentimiento se edifica en nuestra mente gracias a las sanciones, físicas o simbólicas. Lo inculcan las diferentes figuras de autoridad y nos ayudan a orientarnos y convertirnos en, más o menos, buenas personas.
“No hay problema tan malo que un poco de culpa no pueda empeorar”.
-Bill Watterson-
Hay un punto en el que ya no necesitamos de sanciones para cargar con el peso de la culpa. Nos vean o no nos vean, aparece un malestar, una incomodidad profunda, cuando somos conscientes de que hicimos algo que hemos internalizado como “malo”. Nos avergonzamos de ello y sobreviene un temor a perder el respeto o el aprecio que sentimos por nosotros mismos.
Así, no tener la capacidad de experimentar sentimientos de culpa es algo grave. Sin embargo, experimentarlos en exceso también llega a ser muy nocivo. En ciertas circunstancias , es posible llegar a sentir culpa obsesivamente. La conciencia ya no es esa voz cálida que te vuelve “buena gente”, sino un juez implacable que no te deja en paz. Llega a ser tan incisiva, que te enferma.
Las diferentes caras de la culpa
Las invasiones de culpa adoptan muchas formas. Una de las más frecuentes es la indiscriminación. Ocurre cuando la conciencia de una persona es tan restrictiva que no logra dar un valor diferente a los pensamientos, los deseos y los actos. Para ellos, pensar en hacer algo o desear algo, es prácticamente lo mismo que haberlo hecho. Por lo tanto, siente la culpa casi con la misma intensidad en todos esos casos.
Otra forma en la que se expresa esa culpa neurótica es cuando hay un autocastigo desmedido al haber incurrido en un comportamiento que se considera reprochable. La persona se atormenta y se autoflagela sin compasión. No se perdona por haber tenido una debilidad o por su falta de criterio. Es capaz de golpearse o hacerse daño a propósito, o inconscientemente, para “reparar” su fallo.
También existe una modalidad a la que se le llama culpa omnipotente. Sobreviene cuando la persona se siente responsable incluso de asuntos que escapan por completo a su control. Por ejemplo, cuando alguien tiene un accidente y otro siente culpa por no haber estado ahí para evitarlo o ayudarlo. Le ocurre mucho a las madres, que a veces sienten como si debieran tener el control sobre la vida de sus hijos.
Las encrucijadas de la culpa neurótica
Quien tiene sentimientos de culpa neuróticos hace de su conciencia su peor enemigo. Desarrolla una actitud vigilante, parecida a la de cualquier servicio de seguridad. Permanece atento a cualquier idea, sentimiento o deseo potencialmente “peligroso” y se encarga de castigarlo por haber tenido la osadía de existir. En los casos más graves, llegan a paralizar su personalidad.
Muchos de esos estados de culpa neurótica tienen su origen a muy temprana edad. Un conflicto con los padres o el abandono afectivo, hacen nacer y germinar la idea de que uno es “malo”. Por eso uno mismo se mantiene bajo sospecha y se castiga una y otra vez por ser tan “deficiente”.
Así mismo, un niño muy pequeño a veces experimenta profunda ira contra su madre o su padre. Quizás lo han descuidado, no le muestran suficientemente su amor o se comportan de forma abusiva. Sin embargo, el pequeño no se permite tener esos sentimientos negativos hacia las figuras que más ama. Por eso, vuelve toda esa rabia contenida contra sí mismo, transformándose en una culpabilidad constante durante su vida adulta.
A veces esa culpa neurótica no se muestra de forma tan clara. No se piensa, no se siente, sino que se actúa. Las personas simplemente buscan situaciones que les hagan daño y constantemente se boicotean para castigarse. Cuando alguien queda atrapado entre las encrucijadas de la culpa, llega a hacer de su vida un infierno y, aún así, nunca siente que ya expió aquello de lo que él mismo se acusa.