Cuéntame otra vez cómo fue todo cuando nací
Mamá, cuéntame una vez más cómo fue cuando nací. Papá, explícame qué sentiste, dime si pasaste miedo durante esas horas hasta que nací, descríbeme a qué sabía tu alegría… y si cuando me viste por primera vez tenía algún parecido a lo que habías soñado. Explicádme de nuevo cómo fue todo cuando nací, aunque me sepa de sobra la historia, porque dicen que recordar es volver a vivir y evocar es sin duda compartir felicidad.
Todo niño en algún momento de su infancia siente el deseo o la curiosidad por saber cómo fue ese instante en que llegó al mundo. A veces, son los propios padres o incluso los abuelos los que dan forma a ese relato donde casi siempre suele dejarse a un lado lo obstétrico e incluso lo traumático de muchos partos, para concentrarse en exclusiva en lo emocional, en conformar un prólogo vital orlado de mágicas anécdotas y simbólicos detalles que darán al niño un origen significativo, una referencia, un portal.
“El nacimiento no es un acto, es un proceso”
-Erich Fromm-
Estas historias tejidas en el seno de un núcleo familiar nos definen también cómo personas. Saber “qué ocurrió cuando nací”, qué particularidades se dieron y visualizar por un momento a nuestros padres descubriéndonos por primera vez es algo que nos ayuda a situarnos, a posicionar un origen, el primer marcador en la línea de nuestra vida. Porque si hay algo que casi ninguno de nosotros ha logrado aún, es poder recordar ese instante, el del propio nacimiento.
Decía Platón en sus textos que el simple acto de nacer implica empezar a “olvidar”. Según nos explicaba el sabio ateniense cuando el alma queda encerrada en el cuerpo y en su mundo sensible, perdemos un vasto universo de sabiduría que nos fue legada de forma primigenia. Debemos por tanto empezar a aprender de nuevo para “recordar” lo que una vez sabíamos, lo que una vez fue nuestro.
Su teoría de la reminiscencia no está exenta de interesantes matices, y más si nos preguntamos, por ejemplo, qué tipo de conocimientos o sapiencias instintivas, atávicas y primigenias pueden tener los fetos mientras habitan en ese entorno líquido, sereno y plácido que es el útero materno…
Antes de nacer, ya reconocemos caras
Antes de llegar al mundo, el feto ya se sabe humano. En su cerebro, aún inmaduro habita el universo de los instintos, palpitando, bombeando con fuerza en esas células cerebrales y en esos genes donde se inscribe todo lo que somos, todo lo que necesitamos. Tanto es así que ese bebé, que aún no ha visto nada del mundo exterior y que jamás ha tenido ante él una cara, es capaz de identificar y responder ante un rostro.
A principios del mes de junio de este mismo año la Universidad de Lancaster, en el Reino Unido, publicó un interesante trabajo en la revista “Current Biology“. En ella se explicaba cómo los fetos al llegar a las 34 semanas reaccionan de forma exclusiva ante sombras con forma de cara humana. Los investigadores proyectaron luz a través de la pared del útero de las mamás para descubrir cómo los fetos giraban la cabeza solo para seguir imágenes con forma de rostro. El resto de estímulos, el resto de formas carecían de interés para ellos.
Estos experimentos han demostrado dos cosas sencillamente asombrosas. La primera es que los fetos de entre 33 y 34 semanas ya son capaces procesar información sensorial y de discriminarla. La segunda, y aún más fascinante es que estamos “programados” para conectar con nuestra propia especie. No se requiere de la experiencia postnatal para saber por ejemplo, qué aspecto tendrán papá o mamá. El bebé no conocerá sus rasgos, claro está, pero “reconocerá” o “recordará” (como diría Platón) qué aspecto, forma y proporción tienen los de su propia especie.
Lo que recuerdo cuando nací…
Lo que recordamos del momento en que llegamos a este mundo es nada. Es un mar perdido en la espesura del tiempo, es un túnel que se difumina en las escasas circunvoluciones de un cerebro que aún no ha conformado un córtex prefrontal maduro. Asimismo, ese recuerdo es vago por no decir inexistente porque el cerebro del recién nacido dispone de un hipocampo escasamente funcional, esa estructura que determina qué información sensorial va a ser transferida a la “memoria a largo plazo” aún no está activa, y no será hasta los tres años cuando el pequeño empiece a consolidar recuerdos significativos.
“Todos tenemos dos cumpleaños. El día en que nacemos, y el día en que despierta nuestra conciencia”
-Maharishi Mahesh-
No obstante, los psicólogos han descubierto que los bebés de tres y seis meses sí guardan un tipo de recuerdos durante bastante tiempo: son evocaciones implícitas o inconscientes, esas que se almacenan en el cerebelo y que les permite, por ejemplo, asociar sentimientos de calidez y seguridad con la voz materna. Son improntas asociadas al instinto, a ese rumor latente de nuestro cerebro que nos anima, que nos empuja a tomar contacto con los nuestros, a aquello que es vital para nosotros.
Para concluir podemos decir que ninguno de nosotros recordamos nuestro nacimiento, desconocemos qué emociones, qué pensamientos nos asaltaron de pronto al tomar contacto con ese mundo externo lleno de formas, colores y rabiosos sonidos. Puede que nos pareciera amenazante, puede que sintiéramos pánico. Incluso puede que ese miedo se apagara al instante, justo cuando nos colocaron sobre ese refugio perfecto que es la piel de una madre.
Y justo porque carecemos de un recuerdo que marque nuestro propio origen, nuestro prólogo existencial, siempre agradecemos el relato de nuestra familia, esa historia orlada de detalles y magia que todo padre, que toda madre, lega en algún momento a sus propios hijos…