El principito que olvidó mirar al cielo

El principito que olvidó mirar al cielo
Gema Sánchez Cuevas

Revisado y aprobado por la psicóloga Gema Sánchez Cuevas.

Escrito por Equipo Editorial

Última actualización: 19 octubre, 2016

No sé por qué hay personas que calan hasta los huesos, incluso aunque no hayas escuchado una palabra de su boca, ni siquiera una mirada. Aún hoy día no sé por qué, él y no otro, me aportaba esa sensación especial. De manera que si no ocurría, el día no había existido para mí en su pleno sentido.

Yo tendría unos seis años, cuando ya era más que familiar verle pasar calle arriba y calle abajo. Era rubio y me recordaba al principito. Cada tarde me asomaba desde el balcón, con la cara entre los barrotes y las piernas colgadas como el resto de plantas que caían en cascadas verdes hacia el asfalto, mientras junto a mi bocata, merendaba pistilos dulces y blancos de los claveles rojos que mi madre coleccionaba.

Me recordaba al principito

“Sé de buena tinta que aquel chico era especial, tan especial que no parecía encajar en éste mundo”

Antes de que anocheciera, como cada día, él cruzaba la calle a grandes zancadas mirando hacia el suelo y los brazos cargados de libros, con el semblante más triste que pudieran imaginar. Siempre soñé con que mirase hacia arriba, aunque fuera solo una vez, para con la mirada gritarle lo que el mundo podía ofrecerle si dejaba de agachar la cabeza y miraba de frente o hacia el cielo, pero nunca lo hizo.

Hombre leyendo un libro

Con la mirada quería gritarle lo que el mundo podía ofrecerle si dejaba de agachar la cabeza, pero nunca lo hizo.

Lo que sé de él, fue a través de los comentarios, que como mariposas blancas adormecidas en los encalados muros revoloteaban a “la hora de la fresquita” sobre las sillas en las puertas de las casas, o quizás, una vez más, lo creó mi imaginación. Esta es la historia.

El diagnóstico del principito

-Su problema es que lee demasiado.

Ese fue el diagnóstico que le ofrecieron a Juan Delgado. Desde el homeópata hasta el psicólogo pasando por el acupuntor, el cura, el panadero, el del kiosco, la familia, y por supuesto el librero. Todos coincidieron o se influyeron.

Cuando Juan Delgado volvía a casa exhausto del habitual paseo en círculo de su mente. Tras escuchar esta frase a su paso, una y otra vez, como un eco incansable, no le quedó otra que rendirse y aceptar que los libros eran la causa y la conclusión a su problema.

Como solía hacer, antes de coger el autobús de vuelta al pueblo, pasó por el centro comercial y se dirigió a la sección de libros para despedirse de ellos. Luego pasó a la sección de moda joven, una vez allí cogió varias prendas al azar y se coló en uno de los probadores.

“Completamente desnudo observó su imagen como si lo hiciera por primera vez”

Las luces del probador, pensadas para hacer parecer más y mejor, a duras penas conseguían dar un poco de vida a su desmejorada figura. Allí donde antes se retorciera una espesa mata de cabello, el brillo de la piel envolvía el cráneo a modo de mascarilla de belleza para un cerebro que hacía mucho discurría sin rumbo, perdido.

Hombre solo triste

La pronunciada curvatura de lo que fueran sus cejas coronaban el recuerdo de una profunda mirada, ahora deshojada de todas y cada una de sus pestañas. El rostro, reducido entre imberbes mejillas, añoraba la ausencia del color y el trazo con el que se dibuja un mapa de besos.

“Añoraba la ausencia del color y el trazo con el que se dibuja un mapa de besos”

La piel del pubis, antes cubierta de recio pelo negro desde donde emergía su tensión, recordaba ahora al de las esculturas prematuras, desconocedoras del placer carnal, marmórea y frágil.

Alzó los huesudos brazos y los anudó tras la nuca, buscó sin éxito algún rastro de vello en las recónditas axilas. Todo su ser, antes suave y mullido, era ahora solo piel transparente y frágil a punto de desprenderse, sin huella alguna de caricia.

La imagen se nubló y reapareció tras la lágrima. Bajó entonces la mirada y una mueca de algo parecido a una sonrisa se pronunció: allí dónde solo las letras pueden enraizarse con fuerza, allí donde solo ellas pueden llegar, un agujero se abría en el pecho, dejando paso una especie de torrente de pelo, del color de la plata.

Pasó el tiempo y un día dejé de comer pistilos en aquel balcón, no sin antes mirar la calle ya sin su presencia y pensar que, al margen de lo que el mundo pensara, los libros no fueron la causa de nada, sino el refugio de todo, para aquel principito demasiado solo.


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