Mi abuela tenía esquizofrenia y aún la echo en falta

Hubo una época en que, siendo muy niña, tenía miedo de mi abuela. Más tarde fui comprendiendo su enfermedad. Más allá de sus días de desesperación y oscuridad, había una mujer que adoraba leer y que siempre soñó con viajar a África.
Mi abuela tenía esquizofrenia y aún la echo en falta

Escrito por Equipo Editorial

Última actualización: 24 enero, 2023

Cuando mi abuela te contaba algo nunca sabías qué era verdad y qué era mentira. Escucharla hablar era como el juego del Cluedo. Te obligaba a adentrarte en sus misteriosas historias para discernir lo que era real de lo fabulado. Una vez me dijo que había sido “modelo de piernas” y que, durante unos meses, trabajó para una firma de medias que la fotografiaba para salir en revistas.

Cuando murió y estábamos recogiendo sus cosas, descubrí una pequeña carpeta desgastada en cuyo interior había unas fotos y una serie de recibos. Eran los pagos por su empleo como modelo en los años 60. Me eché a llorar. Nunca había dado validez a aquel relato. Uno en el que me explicaba que no tuvo más remedio que renunciar a aquel contrato por su primer marido. La amenazó con una paliza si seguía exhibiéndose.

Me sentí mal por no haberla creído, por no haber empatizado con su experiencia. Pero lo cierto es que buena parte de lo que me describía rozaba lo imposible y hasta lo esperpéntico. Recuerdo cuando me habló de un piloto de avión alemán que la cortejaba. También de la vecina que se había metido en el televisor para insultarla y de los micrófonos que había instalados en las bombillas de la luz para espiarla.

La vida con ella no siempre fue fácil y todavía ahora, después de muchos años tras su muerte, sigo echándola de menos. Recordarla duele. Porque tener a un familiar con una enfermedad mental grave deja una herida latente que nunca cicatriza del todo. Se queda la impronta de no haber podido hacer más, de no haber aliviado su caos y sus sufrimientos.

Mi abuela tardó muchos años en recibir un diagnóstico. Esto hizo que tuviera que pasar por muchos internamientos en hospitales y varios intentos de suicidio.

Mujer mayor feliz
Mi abuela tenía épocas en que era la mujer más feliz y burbujeante del mundo.

Mi abuela tenía esquizofrenia, pero nadie en casa hablaba de su enfermedad

“La abuela está mal, tú no le hagas mucho caso”. Esta es la frase que más me repetían cuando era pequeña y observaba las idas y venidas de la yaya al hospital. Cuando finalmente volvía a casa y me dejaban visitarla, le preguntaba en voz baja qué era lo que le dolía. ¿La tripa, la garganta, la cabeza? Entonces, ella, con una sonrisa pícara, me decía: “me duele la vida”.

Y en cierto modo, así era. Porque mi abuela intentó quitarse la vida en numerosas ocasiones. Después de esos intentos fallidos y dramáticos para todos, se quedaba unos días ingresada en la planta de psiquiatría del hospital, para después volver a casa con un surtido de pastillas que nunca aliviaron del todo sus angustias. Y sí, de niña le tenía miedo, también lástima.

No fue hasta que cumplí doce años cuando en una de esos ingresos, pude escuchar una conversación entre los psiquiatras que la trataban. Hablaban de recetarle otro tipo de antipsicóticos para probar si le daban menos efectos secundarios y tenía mejor calidad de vida. Entonces descubrí eso que nadie me había dicho aún: mi abuela tenía esquizofrenia.

Uno de los mayores problemas de mi abuela era no poder diferenciar qué era real de lo que no. Su paranoia la sometía a un estado de desconcierto y horror absoluto.

El día en que despertaron las voces

La vida de mi abuela siempre fue algo desestructurada. Se casó cuatro veces, enviudó dos y tuvo cinco hijos, de los cuales solo dos mantuvieron el contacto con ella. Entre ellos, mi padre. Como bien me cuenta este último a menudo, ella nunca fue una buena madre. Era inestable, fría, despegada y hacía promesas que no cumplía, pero cuando quería, era muy divertida.

A pesar de ello, la crianza de sus hijos fue asumida por mis bisabuelos. Su vida se volvió aún más compleja el día en que aparecieron las voces. Tenía 25 años y trabajaba en una fábrica pintando cerámicas. En ese momento, tal y como me explicó una vez, empezó a escuchar una voz que le decía que los demás estaban leyendo sus pensamientos y que deseaban robarle su voluntad.

Entonces, huyó del trabajo y empezó a correr sin rumbo. La encontraron por la noche en una casa abandonada, herida y con una mano rota. Esa fue la primera vez que estuvo ingresada en un hospital. A partir de entonces, se iniciaría un calvario sin fin en el que se tardó demasiado tiempo en darle un diagnóstico claro y un tratamiento adecuado. Las voces la acompañaron durante varios años más.

No poder confiar en la propia mente

Los tratamientos psiquiátricos no eran los mejores en aquella época. Pero siempre hay buenos profesionales que, en un momento dado, pueden cambiarnos la vida. Y esto es lo que le sucedió a mi abuela. Tenía 32 años cuando un psiquiatra le diagnosticó esquizofrenia y empezó con ella un tratamiento clínico que hizo callar las voces. Los antipsicóticos le devolvieron cierto control sobre sí misma.

Más tarde, este mismo doctor le ofreció un trabajo como limpiadora en el hospital. Logró con ello no solo tener un sueldo, sino también unas rutinas y unos hábitos. Otro aspecto importante para mi abuela era dormir lo bastante por la noche, porque de lo contrario, todo se volvía confuso y amenazante sin entender muy bien la razón.

Porque si bien, los antipsicóticos lograron silenciar las voces, lo que nunca logró mantener bajo control fue la paranoia. No podía diferenciar qué era real y qué era producto de su mente. A menudo tenía violentas discusiones con otras compañeras de trabajo porque creía que estaban hablando mal de ella.

Otras veces pensaba que alguien quería secuestrar a uno de sus hijos o que los vecinos habían colocado micrófonos en casa. En una ocasión me dijo que su cabeza era como un reloj con una maquinaria fallida que nadie podía arreglar. El tiempo, la realidad y la vida entera estaban como fragmentados. Su mente era su carcelera y, sobre todo, su mayor enemiga.

Mi abuela no podía ver la tele, la sobreestimulaba y pensaba que la espiaban desde detrás de la pantalla. Por eso prefería escuchar música y leer.

Épocas de euforia y de desesperación

Mi abuela tenía esquizofrenia y mi familia, tal vez por ignorancia o por estigma, evitaba hablar de ello o comentarlo con otras personas. Desde que yo era muy pequeña tengo el recuerdo de cómo nos turnábamos su cuidado, esperando que el mes en que nos tocaba tenerla en casa, fuera un “mes bueno”. Así se lo oía decir a mis padres.

Aunque lo cierto es que ningún mes era totalmente bueno. Ella me decía también que su vida era como estar en el interior de un tiovivo. El mundo se movía demasiado rápido y su mente iba a galope de dos caballos fijos: uno blanco y el otro negro. El primero era como ir de paseo, todo era positivo, ilusionante e incluso eufórico.

Yo adoraba a mi abuela en esos días en que reía por todo, hacíamos planes y me contaba mil historias. Me prometía que en vacaciones cogeríamos un avión e iríamos a África. Ella jamás había hecho ningún viaje y uno de sus mayores anhelos era dejar atrás todo lo que le era conocido y descubrir un país lejano y exótico.

Esa luminosidad y esa felicidad se esfumaban cuando iba a lomos del caballo negro. Como ella llamaba a su desesperación. En esas épocas oscuras, su tristeza saturaba toda la casa, subía por las paredes y nos asfixiaba. Veía amenazas en cualquier lado, desconfiaba de todos nosotros y solo deseaba una cosa: dejar de existir.

Los familiares de las personas con esquizofrenia necesitamos mayores apoyos médicos y sociales. Por término medio, todas nos sentimos impotentes por no poder ayudarlos como merecen.

Mujer mayor en una bicicleta simbolizando cuando mi abuela tenía esquizofrenia
Mi abuela siempre soñó con viajar a un país muy lejano, como si existiese un lugar donde el sufrimiento no pudiera alcanzarla.

Libros, música y un viaje jamás realizado

Mi abuela no podía ver la televisión, decía que había personas tras la pantalla que le controlaban la mente. Esto hizo que encontrara sus propios refugios mentales donde hallar la calma. Universos excepcionales a los que también yo me habitué: la lectura y la música. Adoraba los libros policíacos y sus discos de cantantes franceses como Edith Piaf o Charles Aznavour. Todavía los guardo.

Ahora ella ya no está, pero la sigo echando de menos desde que falleció cuando yo tenía 18 años a raíz de una complicación tras un nuevo intento de suicidio. Su final fue triste, como buena parte de su vida. A mis padres, a mis tíos y a mí nos faltaron manos, nos faltaron recursos y echamos en falta innumerables apoyos.

Ni los fármacos ni los breves ingresos en las plantas de psiquiatría fueron suficientes para dar sosiego a su mente, amarre a sus ánimos y fortaleza para seguir viviendo. Es cierto que no fue una buena madre, pero sí fue una buena abuela. Aún la recuerdo en la terraza, sentada a mi lado con su gato Romeo en brazos, contándome historias increíbles que parecía hilar a vuela pluma. Esas que yo adoraba escuchar.

Aún la echo de menos. Solo lamento que no viviera lo suficiente para haberla llevado de viaje. Lejos, bien lejos de todo lo conocido, a un lugar donde quizá, como ella deseaba, su enfermedad no la encontrara jamás.


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