Vale la pena quien te la quita
Vale la pena quien te la quita. Es así, las personas que generan penas no las merecen, pues quien bien te quiere no te hará llorar. Al menos no conscientemente.
Así es que quien te ahoga nunca debe alcanzar un lugar privilegiado en tu vida. Échalos fuera, no quieren tu bien y les entorpece tu felicidad, quién sabe si para alcanzar la suya o simplemente por amargura.
Vale poco o nada a quien te fuerza, a quien te exige, a quien es una moneda de dos caras. No vale nada quien te lastima y te destroza, quien contempla tu tristeza sin hacer nada, quien carece de corazón, quien infecta tus sentidos.
No vale la pena ni la alegría quien te quita la luz, quien te enfunda una coraza, quien te envenena, quien te duele, quien te escuece, quien te importuna y quien no te alivia.
Aleja de tu vida a las personas que te dañan
Aleja a las personas que te infligen daño, que te disparan flechas de sentimientos envenenados, que solo buscan su propio interés, que utilizan el engaño y falsas emociones para manipularte.
Es mejor que mires de lejos a esa gente y que tomes perspectiva. No merece tu pena quien te la provoca, aunque a veces es inevitable sentir tristeza porque la existencia de personas capaces de intentar hacer que alguien no sea feliz.
Que estas personas te pillen de sorpresa y no puedas escaparte no te ayuda a no sentirte triste, pero sí que te ayudará a cuestionarte, a validar tus emociones y a asegurarte de que tu círculo más cercano realmente merece tanto la pena que siempre te dará alegrías.
Todos podemos cometer errores
Tenemos que tener en cuenta que todos somos personas y que podemos cometer errores que dañen a los demás. Sabiendo esto debemos saber que lo que siempre prevalece es la intención y, por supuesto, cuando esta no es mala, automáticamente eximimos de culpa a nuestro “agresor”.
A veces no conseguimos medir a tiempo las consecuencias de nuestros actos y dañamos a quienes más nos quieren. Esto sucede así porque a quien no nos aprecia no podremos herirle, pues no tiene interés en nuestros comportamientos.
O sea, que los comportamientos malintencionados no están en nuestro código interno. De este modo, si cometemos un error y nuestra intención no era mala, entonces debemos ocuparnos de subsanarlo, pero no de culpabilizarnos.
Es decir, que no somos caras de una misma moneda, que estamos hechos de un material que atormenta y que ahoga cuando sabemos que somos responsables de haber roto el equilibrio de algún interior que apreciábamos.
El olor de la traición inesperada
La traición inesperada tiene un olor nauseabundo. Huele a miseria y a amargura, a vómito, a asco, a miedo, a impotencia, a rabia, a dolor. Y lo peor de todo es que no hay que tragarla, hay que engullirla sin pensar para que pase cuanto antes.
Durante un tiempo nuestra tierra se queda devastada, inerte, como si desconfiara de que alguien fuese a destrozarla de nuevo. Hay algo que nos paraliza y nos impide construir o remodelar nuevos comienzos.
Sentimos que todo aquello que pudiésemos construir va a ser derribado con tanta facilidad que el esfuerzo no merece nunca la tristeza que su desaparición nos puede generar.
Sentimos nuestra piel fina, frágil y traslúcida y, sin embargo, el mundo parece tremendamente duro, demoledor. Cuesta empezar de cero tras una pena inesperada y provocada, cuesta volver a confiar y echarnos a correr en el terreno de juego.
Tenemos que estar seguros de que estamos recuperados, de que nada alimenta la herida del abandono, de que ya no ansiamos venganza ni tememos la recaída. Lo contrario sería tenderle una mano a un dolor que atenaza y destroza.